TRIBUNA
El Dios que nace en Nochebuena no es el Dios frío y abstracto de los filósofos, que desde su lejana inmensidad no puede ser amigo de los hombres
Hoy es Nochebuena |
Estamos a unas horas de la Nochebuena. La liturgia de esta noche nos invitará a cantar al Señor un cántico nuevo, a tañer para Él la cítara, a vitorearle con clarines y al son de trompetas. No es para menos. En esta Noche santa la oscuridad se tornará claridad, las estrellas brillarán con insólito fulgor y, en el silencio sereno de la noche, el Ángel del Señor nos anunciará la grandiosa noticia que hace dos mil años oyeron los pastores: "No temáis, os traigo la Buena Nueva, una gran alegría para todo el pueblo: en la ciudad de David os ha nacido el Salvador, el Mesías, el Señor". Y volveremos a escuchar los cánticos de los ángeles: "Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad".
Es natural que nos alegremos y felicitemos, pues el Dios eterno, que a lo largo de la Historia santa habla a su pueblo por medio de los profetas, en esta etapa culminante nos ha hablado por su Hijo, igual a Él en esencia y dignidad. Él es su Verbo, origen y causa de todo lo que existe, la vida y la luz verdadera que alumbra a todo hombre. Él es la Palabra eterna del Padre que en la Noche buena y santa se hace carne y planta su tienda entre nosotros, para ofrecernos la salvación y la gracia, para compartir con nosotros su vida divina. "No puede haber lugar para la tristeza -nos dice San León Magno- cuando acaba de nacer la vida... Nadie tiene por qué sentirse excluido del júbilo... [pues el Señor] ha venido para liberarnos a todos. Alégrese el santo, puesto que se acerca a la victoria; regocíjese el pecador, puesto que se le invita al perdón; anímese el gentil, ya que se le llama a la vida".
Misterio del nacimiento de Jesús en Belén, misterio de la irrupción de Dios en nuestra historia, misterio inefable que nuestros torpes labios apenas pueden balbucear, misterio que en tantas ocasiones queda reducido al sentimentalismo, a las perspectivas cultural, folclórica o costumbrista de unas fiestas entrañables de las que rozamos sólo la periferia, sin entrar en el hondón del misterio, sin postrarnos de rodillas para exclamar despacio y muchas veces "Dios se ha hecho hombre", "Dios se ha encarnado por mí". Por desgracia, los hombres somos así de frívolos, capaces de trivializar lo más asombroso, incluso esta increíble noticia, y no debiera ser así.
Por ello, nuestra primera actitud en esta noche no puede ser otra que la admiración, el estupor, el gozo y la emoción ante el prodigio, la contemplación silenciosa del don enorme, grandioso e inefable que Dios ha hecho a la humanidad, la adoración rendida ante el Dios que se despoja de su rango y se hace niño, y la gratitud inmensa ante la condescendencia de Dios, ante su amor inaudito, sin límites ni tasas, que hace exclamar al evangelista San Juan: "Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito".
El Dios que nace en Nochebuena no es el Dios frío y abstracto de los filósofos, que desde su lejana inmensidad no puede ser amigo de los hombres, ni amar ni ser amado, pues entre Él y nosotros existe una barrera infranqueable. Si Dios no se hubiera hecho carne, el hombre no tendría salvación, porque entre Dios y nosotros habría siempre una sima infinita imposible de salvar. Pero en Cristo, Dios se ha hecho uno de los nuestros, para vivir con nosotros, sufrir con nosotros y por nosotros, perdonarnos, consolarnos, alentarnos y darnos la salvación.
Este es nuestro Dios, el Dios que ha entrado en nuestra historia naciendo en un pesebre, que se ha hecho niño, que se ha manchado con nuestro barro, que ha experimentado la pobreza y la persecución, la alegría y el dolor, la amistad y la traición, la muerte y resurrección. Un Dios que nos mira a los ojos, que nos ama hasta el extremo, que nos invita a seguirle, que espera nuestro amor, y que en estos días de Navidad quiere nacer en nuestros corazones y en nuestras vidas, para convertirlas, dignificarlas y llenarlas de plenitud y de sentido.
Abramos de par en par las puertas a Cristo. En su nacimiento histórico hubo de nacer en un pesebre, pues José y María no encontraron sitio para ellos en el mesón. Que no sea este nuestro caso. Que acojamos al Señor en nuestros corazones. Que lo acojamos también en los pobres. De este modo experimentaremos la verdadera alegría de la Navidad, la alegría que no se encuentra en el consumismo enloquecido al que en estos días nos invita una publicidad desorbitada, sino en el encuentro con Cristo y con nuestros hermanos, la alegría que el mundo no puede dar.
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