TRIBUNA
La dificultad de las reformas en las democracias |
Las estructuras de los Estados y sus funciones están sometidas a la obsolescencia por los cambios tecnológicos, demográficos, culturales y económicos y, por ello, las normas que lo regulan y las políticas que los implementan deben ir adaptándose a las nuevas realidades, de tal forma que las sociedades que realizan las reformas pertinentes con más agilidad y acierto son más dinámicas y sus instituciones, más funcionales. Sin embargo, las reformas son costosas por la inercia de los comportamientos y porque afectan a los intereses de determinados colectivos. Por ello, las reformas, máxime cuando son de calado y afectan a amplios sectores sociales, son complejas de abordar. Tal es el caso de reformas como la educativa, pensiones o administraciones públicas, reformas estructurales que en España están pendientes desde hace años y que su falta de aplicación está causando perjuicios que afectan al crecimiento económico y a la calidad de las instituciones públicas.
Estas reflexiones vienen motivadas por el rechazo a la reforma del sistema de pensiones en Francia. Un sistema en el que la edad de jubilación es 62 años (esperanza media de vida 84,3 años), en el que coexisten 42 regímenes distintos, cuyo gasto se eleva al 14% del PIB (media de la OCDE del 8%) y que genera un déficit de 8.000 millones de euros anuales, que se elevaría a 17.000 millones en 2025 si no se abordan reformas.
Los objetivos de la reforma planteadas por el Gobierno de Macron son muy moderados, pues no pretende elevar la edad mínima de jubilación ni cuestiona el carácter público del sistema ni el sistema de financiación (lo seguirán pagando los trabajadores actuales), sino que pretende fusionar los 42 regímenes de pensiones actuales en un único sistema más justo y transparente y elevar de 62 a 64 años el derecho a la pensión completa de jubilación. A pesar de ello, la oposición a la reforma ha sido intensa en las dos últimas semanas, con múltiples manifestaciones y huelgas promovidas por los grandes sindicatos y apoyadas por los partidos de izquierda y el Rally Nacional de Marine Le Pen.
Algunos analistas argumentan que la gestión de la reforma ha sido desafortunada porque los franceses no conocían con precisión los términos de la misma, ya que se pretendían negociar con los sindicatos (¿por qué con los sindicatos que defienden intereses corporativos y de sus propias estructuras y no en el Parlamento que representa a todos los franceses?). En cualquier caso, la reforma de las pensiones estaba incluida en el programa electoral de Macron, que cuenta además con una amplia mayoría en el Parlamento.
El pasado miércoles el primer ministro, Édouard Philippe, presentó las líneas maestras del proyecto de reforma con sustanciales concesiones a los sindicatos, como el aplazamiento de su aplicación en 12 años o la compensación a algunos colectivos por el cambio en el sistema de cálculo de la pensión. Pero las concesiones no han satisfecho a los sindicatos, por lo que las negociaciones continuarán hasta final de año. Si bien Macron se muestra decidido a seguir con el proyecto, se podría repetir el fracaso de Jacques Chirac en 1995, cuando su Gobierno presentó un proyecto de reforma semejante al actual, al que tuvo que renunciar tras tres semanas de movilizaciones sociales. Estas y otras reformas no llevadas a cabo en Francia explican su pérdida de relevancia política y económica en las décadas recientes y las dificultades para mantener el Estado del bienestar a medio plazo.
El caso de Francia no es un hecho singular, sino que ejemplifica las dificultades de muchos gobiernos de las democracias occidentales para abordar reformas racionales que permitan el sostenimiento del Estado y su funcionalidad. Estas dificultades vienen determinadas por la resistencia de colectivos sociales a modificar su statu quo, que identifican el progreso con un proceso lineal en el que las mejoras sociales en cualquier ámbito son acumulativas y no admiten correcciones, a pesar de los cambios que se produzcan en el mundo. A ello se suma la complicidad de amplios sectores sociales estimulada por la degradación del ejercicio político de los partidos de la oposición que, lejos de colaborar con los gobiernos en las políticas de reformas, limitan la competencia política al desgaste del adversario.
En consecuencia, las reformas tienen tan alto coste político que los gobierno se ven abocados a renunciar a proyectos reformistas de cierta envergadura o, más usualmente, a gobernar sin más proyecto que la ocupación del poder. Y del hartazgo de gobiernos acomodaticios deviene el desánimo y la frustración política, ambiente social propicio para que arraiguen los discursos redentoristas propios de los populismos iliberales.
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