Ahora tengo alguna arruga y líneas de expresión alrededor de los ojos y la boca, pero tengo la perspectiva suficiente para darme cuenta de que me las he ganado viviendo felizmente.
Por
Cat Woods, Contributor
Idolatrar y romantizar la juventud no es nada nuevo. Siempre lo hemos hecho. Es más, hay multitud de estudios que demuestran que los seres humanos nos sentimos más atraídos hacia rostros y rasgos que indican juventud: mejillas redondeadas, piel hidratada, cabello lustroso...
Esos rasgos indican juventud, pero también salud. Ahora, gracias a los tratamientos con láser, al bótox, a los rellenos, al pilates y a una mayor concienciación nutricional a nivel mundial, las mujeres pueden mantener esos rasgos más allá de los 35 años. También me atrevería a decir que a esa edad somos más seguras en el plano intelectual, creativo, sexual y profesional.
Tras más de una década en varios puestos de trabajo empresariales y gubernamentales a tiempo completo, por fin me he atrevido a perseguir mis metas creativas y profesionales como autónoma, dispuesta a arriesgarme a que nadie solicitara mis servicios. Consideré que, después de 20 años escribiendo para varios medios y clientes, tenía la experiencia y las destrezas necesarias para, por lo menos, intentarlo.
Con 37 años, soy autónoma, algo que no podría haber hecho como veinteañera, ni siquiera en mi imaginación. No todo es dicha y felicidad. Hay facturas que pagar, clientes que se comprometen y luego desaparecen cuando les llega mi factura y semanas en las que dudo si conseguiré otro trabajo, pero todas las semanas veo que algo que he escrito o fotografiado está en internet o impreso. Todas las semanas añado a mi porfolio algo a lo que le he dedicado tiempo, esfuerzo, experiencia y cuidado.
Cuando era adolescente, sufrí un acné terrible y pasé dos o tres años con Roaccutane, un medicamento muy fuerte que me dejaba la piel muy reseca, un estado de ánimo bajo y un cuero cabelludo escamoso. Me pasé esos años maquillándome meticulosamente por las mañanas antes de ir a clase y yendo al baño con frecuencia para asegurarme de que mi corrector no se me hubiera apelmazado y que mi cara no tuviera la piel rugosa como un bizcocho. Esa obsesión y vulnerabilidad no mejoró siendo veinteañera. En cambio, cuando crucé la barrera de los 30, me di cuenta de que llevaba 10 años sin que me hubiera salido ningún grano que no desapareciera por sí solo en un par de días. La gente incluso interrumpía nuestras conversaciones para decirme que tenía una piel muy bonita.
“No parezco más joven de lo que soy. Simplemente tengo un aspecto saludable”
Sí, ahora tengo alguna arruga y líneas de expresión alrededor de los ojos y la boca. No lo he aceptado del todo, pero tengo la perspectiva suficiente para darme cuenta de que son líneas que me he ganado viviendo felizmente, riéndome mucho, pasando noches de empalmada en festivales y discotecas o viendo mis series favoritas hasta la madrugada. No aparento 20 años, pero teniendo en cuenta la cantidad de mujeres de 20 años que se emborrachan cada vez que salen o se matan de hambre para salir bien en Instagram y renuncian a los carbohidratos y trabajan todo el día para pagar el alquiler, ¿por qué iba a querer aparentar 20 años?
Las mujeres siguen recibiendo críticas según la ropa que llevan a ciertas edades, su peinado, su maquillaje, su falta o su abuso de bótox. Teniendo en cuenta que es imposible que llueva a gusto de todo el mundo, ¿por qué no hacemos que llueva a nuestro gusto? O sea, si ni siquiera una supermodelo de 50 años puede llevar un top con su cuerpo escultural, cuidado y tonificado y su cara eternamente divina, ¿no deberíamos pasar de todas esas críticas? He tardado 37 años en plantar cara a las opiniones de la gente sobre mi cuerpo, mi forma de vestir y mi profesión para decir: “Este es mi cuerpo y esta es mi vida. No es asunto tuyo”.
Tengo el aspecto de la persona que soy. Una mujer de 37 años que da clases de yoga, Pilates y Barre. Una mujer de 37 años que lleva 15 años sin probar ni una sola gota de alcohol. Una mujer de 37 años que se aplica religiosamente protección solar, bebe agua y toma todas las vitaminas y minerales que necesita a diario. No parezco más joven de lo que soy. Simplemente tengo un aspecto saludable. Ese ha sido otro de mis logros como treintañera, después de una década con una mala conducta alimentaria que destrozó mi salud física y mental.
Desde los 17 hasta los treintaipocos años, sufrí anorexia y adicción al ejercicio físico. Me sentía culpable al comer y me obsesionaba. Perdí trabajos, peso, amigos y apenas lograba pagar el alquiler y mis facturas. Irónicamente, recibí un montón de piropos cuando era veinteañera por mi cuerpo “espectacular” y mis “magníficas piernas”. Cada semana tenía que hacerme revisiones médicas para asegurarme de que mi corazón no se iba a detener de repente, de que mi hígado seguía funcionando y de que no estaba tan deprimida como para no levantarme de la cama y hacer todas mis tareas.
No fue hasta que cumplí los 30 y leí un libro de Donna Farhi cuando descubrí que el verdadero significado del yoga no era retorcerte en el suelo hasta convertirte en una maraña de extremidades. Me di cuenta de que no estaba sola. Había algo en las palabras de Donna que encendió una bombilla en mi interior que nunca se ha vuelto a apagar, aunque a veces se haya vuelto menos resplandeciente. Me di cuenta de lo improbable que es estar viva, de lo diminuta que soy en este enorme universo y de lo importante que es vivir de verdad. Eso me llevó a sentarme frente a un psiquiatra y decirle: “Estoy harta de todo esto. Si engordo un kilo o si engordo diez, lo asumiré”.
Desde ese día, hace ya siete años, he comido bien. He dejado de hacer cardio por obligación antes de ir a trabajar y he dejado de comprar comida light. He dejado de pasar tiempo con gente a la que le parece interesante hablar de proteínas y carbohidratos. ¿Volvería quince años atrás si pudiera? Ni de coña. Pero, en retrospectiva, si no hubiera estado a punto de provocar mi propia muerte, no me habría dado cuenta de cuántas ganas tenía de vivir.
Tengo la suerte de que muchas de las mujeres que quiero y respeto en este mundo tienen entre 40 y 70 años. Mujeres que no encajaban en el prototipo de mujer de los años 50 ni son como unos paletos casposos creen que deben ser las mujeres. Mujeres que no se casaron, que se divorciaron, que tuvieron pocos hijos (o ninguno), que persiguieron una pasión a costa de no cumplir las convenciones sociales por el simple hecho de complacer un ideal imaginario. La mujer a la que más admiro es una instructora de yoga de 57 años que conocí en Bali y que tiene el cuerpo tatuado desde las clavículas hasta los tobillos. Va enseñando yoga por todo el mundo, está criando a un hijo adolescente por su cuenta y vive con un perro que rescató en Bali. Es una mujer que dedica su tiempo libre a hacer voluntariados con presos, que es capaz de hacer el pino durante más de 20 minutos por diversión y que fue criada por un gurú sij.
“Muchas de las mujeres que quiero y respeto en este mundo tienen entre 40 y 70 años. Son mujeres que no encajaban en el prototipo de mujer de los años 50”
A mis 37 años, he viajado y he obtenido mis certificaciones como instructora de escritura, yoga, Pilates y Barre. Soy profesional del fitness e incluso tengo formación de cocinera crudivegana. Me han roto el corazón, me he mudado un montón de veces (unas 10 casas en los últimos 10 años) y he descubierto que las mujeres rompen reglas y viven historias de todo tipo. El dinero no define tu valía, ni tampoco el hecho de tener un trabajo fijo y una pareja “suficientemente buena” para procrear entre los 25 y los 35 años.
Lo que he descubierto a los 37 años es que todas esas inseguridades y temores, así como esa necesidad imperiosa de obtener la validación de todo el mundo, incluidos tus seguidores en las redes, se vuelven insignificantes. A esas alturas, te has deshecho de las personas tóxicas de tu vida, has descubierto lo que se te da bien o lo que te gusta hacer y has encontrado la forma de convertirlo en tu vida. Cuando tengas miedo de no llegar a fin de mes, recordarás que has mantenido tu integridad y sabrás que acabará apareciendo otro trabajo y otra oportunidad. Así funcionan las cosas cuando confías en tus aptitudes y tienes 10 años de experiencia en tu profesión. Esa clase de confianza no la tienes con veinte años porque lleva su tiempo.
Lo que tienes que tener en cuenta es que la vida es mucho mejor a los 37 que a los 20. No te amargues por un par de arrugas y canas. Hay cosméticos y estilistas para esa clase de cosas. Lo que ganas en términos de sabiduría y resiliencia física y mental es mucho más importante que una frente sin arrugas.
¿Qué más? No supe hacer bien el pino con la cabeza ni con los antebrazos hasta bien pasados los 30 años, así que si le dedicas tiempo al yoga a partir de ahora, quizás a los 40 puedas pasar horas haciendo el pino. Si eso no sirve para animarte, no sé qué más te puedo decir.
Idolatrar y romantizar la juventud no es nada nuevo. Siempre lo hemos hecho. Es más, hay multitud de estudios que demuestran que los seres humanos nos sentimos más atraídos hacia rostros y rasgos que indican juventud: mejillas redondeadas, piel hidratada, cabello lustroso...
Esos rasgos indican juventud, pero también salud. Ahora, gracias a los tratamientos con láser, al bótox, a los rellenos, al pilates y a una mayor concienciación nutricional a nivel mundial, las mujeres pueden mantener esos rasgos más allá de los 35 años. También me atrevería a decir que a esa edad somos más seguras en el plano intelectual, creativo, sexual y profesional.
Tras más de una década en varios puestos de trabajo empresariales y gubernamentales a tiempo completo, por fin me he atrevido a perseguir mis metas creativas y profesionales como autónoma, dispuesta a arriesgarme a que nadie solicitara mis servicios. Consideré que, después de 20 años escribiendo para varios medios y clientes, tenía la experiencia y las destrezas necesarias para, por lo menos, intentarlo.
Con 37 años, soy autónoma, algo que no podría haber hecho como veinteañera, ni siquiera en mi imaginación. No todo es dicha y felicidad. Hay facturas que pagar, clientes que se comprometen y luego desaparecen cuando les llega mi factura y semanas en las que dudo si conseguiré otro trabajo, pero todas las semanas veo que algo que he escrito o fotografiado está en internet o impreso. Todas las semanas añado a mi porfolio algo a lo que le he dedicado tiempo, esfuerzo, experiencia y cuidado.
Cuando era adolescente, sufrí un acné terrible y pasé dos o tres años con Roaccutane, un medicamento muy fuerte que me dejaba la piel muy reseca, un estado de ánimo bajo y un cuero cabelludo escamoso. Me pasé esos años maquillándome meticulosamente por las mañanas antes de ir a clase y yendo al baño con frecuencia para asegurarme de que mi corrector no se me hubiera apelmazado y que mi cara no tuviera la piel rugosa como un bizcocho. Esa obsesión y vulnerabilidad no mejoró siendo veinteañera. En cambio, cuando crucé la barrera de los 30, me di cuenta de que llevaba 10 años sin que me hubiera salido ningún grano que no desapareciera por sí solo en un par de días. La gente incluso interrumpía nuestras conversaciones para decirme que tenía una piel muy bonita.
“No parezco más joven de lo que soy. Simplemente tengo un aspecto saludable”
Sí, ahora tengo alguna arruga y líneas de expresión alrededor de los ojos y la boca. No lo he aceptado del todo, pero tengo la perspectiva suficiente para darme cuenta de que son líneas que me he ganado viviendo felizmente, riéndome mucho, pasando noches de empalmada en festivales y discotecas o viendo mis series favoritas hasta la madrugada. No aparento 20 años, pero teniendo en cuenta la cantidad de mujeres de 20 años que se emborrachan cada vez que salen o se matan de hambre para salir bien en Instagram y renuncian a los carbohidratos y trabajan todo el día para pagar el alquiler, ¿por qué iba a querer aparentar 20 años?
Las mujeres siguen recibiendo críticas según la ropa que llevan a ciertas edades, su peinado, su maquillaje, su falta o su abuso de bótox. Teniendo en cuenta que es imposible que llueva a gusto de todo el mundo, ¿por qué no hacemos que llueva a nuestro gusto? O sea, si ni siquiera una supermodelo de 50 años puede llevar un top con su cuerpo escultural, cuidado y tonificado y su cara eternamente divina, ¿no deberíamos pasar de todas esas críticas? He tardado 37 años en plantar cara a las opiniones de la gente sobre mi cuerpo, mi forma de vestir y mi profesión para decir: “Este es mi cuerpo y esta es mi vida. No es asunto tuyo”.
Tengo el aspecto de la persona que soy. Una mujer de 37 años que da clases de yoga, Pilates y Barre. Una mujer de 37 años que lleva 15 años sin probar ni una sola gota de alcohol. Una mujer de 37 años que se aplica religiosamente protección solar, bebe agua y toma todas las vitaminas y minerales que necesita a diario. No parezco más joven de lo que soy. Simplemente tengo un aspecto saludable. Ese ha sido otro de mis logros como treintañera, después de una década con una mala conducta alimentaria que destrozó mi salud física y mental.
Desde los 17 hasta los treintaipocos años, sufrí anorexia y adicción al ejercicio físico. Me sentía culpable al comer y me obsesionaba. Perdí trabajos, peso, amigos y apenas lograba pagar el alquiler y mis facturas. Irónicamente, recibí un montón de piropos cuando era veinteañera por mi cuerpo “espectacular” y mis “magníficas piernas”. Cada semana tenía que hacerme revisiones médicas para asegurarme de que mi corazón no se iba a detener de repente, de que mi hígado seguía funcionando y de que no estaba tan deprimida como para no levantarme de la cama y hacer todas mis tareas.
No fue hasta que cumplí los 30 y leí un libro de Donna Farhi cuando descubrí que el verdadero significado del yoga no era retorcerte en el suelo hasta convertirte en una maraña de extremidades. Me di cuenta de que no estaba sola. Había algo en las palabras de Donna que encendió una bombilla en mi interior que nunca se ha vuelto a apagar, aunque a veces se haya vuelto menos resplandeciente. Me di cuenta de lo improbable que es estar viva, de lo diminuta que soy en este enorme universo y de lo importante que es vivir de verdad. Eso me llevó a sentarme frente a un psiquiatra y decirle: “Estoy harta de todo esto. Si engordo un kilo o si engordo diez, lo asumiré”.
Desde ese día, hace ya siete años, he comido bien. He dejado de hacer cardio por obligación antes de ir a trabajar y he dejado de comprar comida light. He dejado de pasar tiempo con gente a la que le parece interesante hablar de proteínas y carbohidratos. ¿Volvería quince años atrás si pudiera? Ni de coña. Pero, en retrospectiva, si no hubiera estado a punto de provocar mi propia muerte, no me habría dado cuenta de cuántas ganas tenía de vivir.
Tengo la suerte de que muchas de las mujeres que quiero y respeto en este mundo tienen entre 40 y 70 años. Mujeres que no encajaban en el prototipo de mujer de los años 50 ni son como unos paletos casposos creen que deben ser las mujeres. Mujeres que no se casaron, que se divorciaron, que tuvieron pocos hijos (o ninguno), que persiguieron una pasión a costa de no cumplir las convenciones sociales por el simple hecho de complacer un ideal imaginario. La mujer a la que más admiro es una instructora de yoga de 57 años que conocí en Bali y que tiene el cuerpo tatuado desde las clavículas hasta los tobillos. Va enseñando yoga por todo el mundo, está criando a un hijo adolescente por su cuenta y vive con un perro que rescató en Bali. Es una mujer que dedica su tiempo libre a hacer voluntariados con presos, que es capaz de hacer el pino durante más de 20 minutos por diversión y que fue criada por un gurú sij.
“Muchas de las mujeres que quiero y respeto en este mundo tienen entre 40 y 70 años. Son mujeres que no encajaban en el prototipo de mujer de los años 50”
A mis 37 años, he viajado y he obtenido mis certificaciones como instructora de escritura, yoga, Pilates y Barre. Soy profesional del fitness e incluso tengo formación de cocinera crudivegana. Me han roto el corazón, me he mudado un montón de veces (unas 10 casas en los últimos 10 años) y he descubierto que las mujeres rompen reglas y viven historias de todo tipo. El dinero no define tu valía, ni tampoco el hecho de tener un trabajo fijo y una pareja “suficientemente buena” para procrear entre los 25 y los 35 años.
Lo que he descubierto a los 37 años es que todas esas inseguridades y temores, así como esa necesidad imperiosa de obtener la validación de todo el mundo, incluidos tus seguidores en las redes, se vuelven insignificantes. A esas alturas, te has deshecho de las personas tóxicas de tu vida, has descubierto lo que se te da bien o lo que te gusta hacer y has encontrado la forma de convertirlo en tu vida. Cuando tengas miedo de no llegar a fin de mes, recordarás que has mantenido tu integridad y sabrás que acabará apareciendo otro trabajo y otra oportunidad. Así funcionan las cosas cuando confías en tus aptitudes y tienes 10 años de experiencia en tu profesión. Esa clase de confianza no la tienes con veinte años porque lleva su tiempo.
Lo que tienes que tener en cuenta es que la vida es mucho mejor a los 37 que a los 20. No te amargues por un par de arrugas y canas. Hay cosméticos y estilistas para esa clase de cosas. Lo que ganas en términos de sabiduría y resiliencia física y mental es mucho más importante que una frente sin arrugas.
¿Qué más? No supe hacer bien el pino con la cabeza ni con los antebrazos hasta bien pasados los 30 años, así que si le dedicas tiempo al yoga a partir de ahora, quizás a los 40 puedas pasar horas haciendo el pino. Si eso no sirve para animarte, no sé qué más te puedo decir.
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