Si detecta algún olor o sabor en el agua, llene una jarra y déjela airear un buen rato, la presión de vapor hará su función.
EDUARDO RAMOS CASTANEDA VIA GETTY IMAGES |
En el cementerio de San Amaro, en A Coruña, existe una capilla bajo la cual se encuentra una fosa común en la que, a finales del siglo XIX, se depositaron los restos de los fallecidos por la epidemia de cólera de 1854. En solo 20 días provocó la muerte de 2.026 de los 10.000 habitantes de la ciudad.
Capilla del cementerio de San Amaro , en A Coruña. Wikimedia Commons / Jglamela, CC BY-SA |
En aquella época la ciudad no disponía de abastecimiento domiciliario de agua de bebida ni, por supuesto, de garantía sanitaria de la misma. Este, inicialmente sin tratamiento, comenzó en A Coruña en 1908 como consecuencia del episodio de cólera descrito. En 1915 se instaló un sistema de filtrado por lecho de arena al que, ya en 1925, se añadió la potabilización mediante hipoclorito (componente activo de la lejía).
Desde entonces no ha vuelto a haber en la ciudad problemas relacionados con la falta de potabilización del agua.
La presencia de organismos patógenos en el agua de bebida producía en nuestras ciudades, hasta muy recientemente, epidemias catastróficas de enfermedades mortales como cólera, tifus, disentería y gastroenteritis. La primera planta de cloración de agua se puso en marcha en Middelkerke (Bélgica) en 1902, y a partir de ahí se extendió su uso por todo el mundo.
Desde entonces, la cloración del agua ha sido uno de los procedimientos sanitarios que más ha contribuido a nuestra salud y bienestar; un proceso que además resulta económico. La revista Life declaró en 1997: “La filtración del agua potable junto al uso de cloro es probablemente el avance en materia de salud pública más importante del milenio”.
En España, entre 1910 (década en que se generalizó la cloración) y 2010, la esperanza de vida se duplicó al pasar de los 40 a los 80 años. Por desgracia, se calcula que en 2010 aún quedaba un 13% de la población mundial sin acceso a agua potabilizada.
Un estudio publicado la semana pasada ha generado alarma al sugerir la posible relación entre el cáncer de vejiga y el consumo de agua con presencia de trihalometanos (THM).
Este tipo de asociaciones de datos, generalmente sesgadas, mal explicadas por los medios y peor comprendidas por la población, generan quimiofobia y no contribuyen en nada a la implantación de sistemas de toma de decisiones basada en evidencias.
¿Qué son los trihalometanos?
Los trihalometanos son moléculas pequeñas, constituidas por un átomo de carbono, tres átomos de halógenos y un átomo de hidrógeno. Se forman durante los procesos de cloración del agua por reacción entre el cloro y moléculas pequeñas (aminoácidos, aldehídos y cetonas), que a su vez se generan durante la descomposición por hidrólisis (reacción con agua) de la materia orgánica (como hojas y ramas).
Que haya materia orgánica en el agua de ríos, lagos y manantiales subterráneos es normal e inevitable. No es un indicio de contaminación, y su cantidad no es constante, sino que varía según la época del año, del régimen de lluvias y del arrastre por escorrentía.
Las moléculas precursoras de los trihalometanos están disueltas incluso en los manantiales más prístinos, y no es viable retirarlas del agua antes de la cloración. No lo es por su concentración baja y variable, y por el coste que supondría dicho proceso para un volumen de agua como el que se maneja en una planta de potabilización, incluso en una pequeña.
La cloración es un método de potabilización y desinfección, no de eliminación de contaminantes. Cuando se añade cloro gas (Cl₂) al agua se forman dos nuevas especies químicas: ácido hipocloroso e hipoclorito. La relación entre las cantidades de estas dos especies depende del pH del agua.
El ácido hipocloroso es más reactivo y también más desinfectante, y predomina en pH ligeramente ácido. Es capaz de penetrar la membrana celular y acceder al interior de las células de los microorganismos patógenos, lo que causa daños irreversibles al oxidar su ADN.
Hoy en día disponemos de otros métodos de potabilización, como el uso de ozono y de radiación ultravioleta. Su coste podría competir con el de la cloración, pero existe un problema importante. Desde la salida de la planta potabilizadora, el agua circula por muchos kilómetros de tuberías, y tiene que seguir siendo potable y estando libre de patógenos cuando llega a nuestros grifos. Por ello, aunque inicialmente se use otro método, se aplica una poscloración en la que se añade una cantidad residual de cloro para garantizar que el agua que bebemos es potable.
Cuanto mayor sea la carga orgánica del agua y más cloro se añada, más posibilidades hay de que se formen trihalometanos. Estas sustancias tienden a pasar a la fase gas, por lo que a medida que el agua avanza por las tuberías y sale de los conductos su concentración disminuye.
Aun así, siempre tendremos una pequeña cantidad de trihalometanos presente. Para minimizar nuestra exposición lo ideal sería alcanzar un balance entre la cantidad de materia orgánica, el cloro añadido y el tiempo de aireación del agua antes de beberla.
La solubilidad de los gases aumenta al disminuir la temperatura, de modo que a temperatura ambiente habrá menos trihalometanos que en agua muy fría. En cualquier caso, las cantidades que quedan en el agua son minúsculas, del orden de partes por billón (ppb). En las cantidades que bebe una persona sana no deberían representar un problema de salud.
Para una ingesta de 2,5 litros de agua diarios, con el valor medio informado para España en el estudio arriba mencionado de 28,8 ppb (muy por debajo del máximo permitido de 100 ppb) la ingesta sería de 72 µg (0,000072 g). Esto, suponiendo que el agua estuviera a la temperatura de máxima solubilidad de los trihalometanos (o sea, muy fría)
El dato real sería notablemente inferior, dado que el agua caliente presenta una solubilidad bastante menor. La mayor parte de la población realiza cada día, consciente o inconscientemente, prácticas de mucho más riesgo para su salud.
La mayoría de casos, en dos países
El estudio antes mencionado se basa en el seguimiento rutinario, mediante cuestionarios y acceso a datos en abierto, de cuatro trihalometanos (cloroformo, bromodiclorometano, dibromoclormetano y bromoformo) en agua de distribución.
Las proyecciones realizadas no reflejan exposiciones pasadas ni futuras por parte de la población. Además, los factores considerados (edad, sexo, nivel educativo, uso de tabaco, ocupación de alto riego, consumo diario e ingesta de café) no reflejan otros extraordinariamente relevantes, relacionados con la ingesta de otras sustancias que incidan sobre el cáncer de vejiga.
Entre dichas sustancias podrían encontrarse algunas sustancias de consumo habitual (alimentos, suplementos de la dieta, infusiones), de abuso legales (alcohol, tabaco), de abuso ilegales (drogas), fármacos, la exposición a la contaminación urbana o industrial y el modo mayoritario de ingesta de agua.
En 2016 se informaron 135.011 casos de cáncer de vejiga en la Unión Europea, de los que la práctica totalidad correspondieron a mayores de 20 años. El estudio mencionado realiza una proyección de que 6.561 casos podrían ser atribuibles a la exposición a trihalometanos. Aun aceptando la proyección que, como se ha puesto de manifiesto, es cuestionable, se trataría de un 4,8% de los casos. Además, de los datos aportados se deriva que casi la mitad de los casos de cáncer de vejiga reportados se producen en 2 países de 26, a pesar de lo cual se extiende el análisis a la totalidad del conjunto.
¿Cuál es el margen de error de estas proyecciones? ¿Puede existir algún conflicto de intereses? ¿Vale la pena que los medios pongan el foco en un potencial riesgo de un nivel tan bajo y objetable?
El hecho es que se ha puesto en cuestión una técnica de potabilización que ha hecho una contribución fundamental a la salud humana y se ha generado desconfianza en la población. La cloración es la mejor alternativa de que disponemos a día de hoy; es necesaria, segura e imprescindible.
La cloración nos ha regalado a todos muchos años de vida y ha reducido la incidencia de muchas enfermedades, algunas erradicadas en nuestra sociedad. No se puede ni debe demonizar. Nuestras aguas son seguras para la bebida. El agua potabilizada que recibimos en nuestros grifos es, sin duda, la alternativa de bebida más segura y económica.
Sigamos bebiendo agua del grifo, una alternativa económica y con un impacto ambiental muchísimo menor que otras. Si detecta algún olor o sabor en el agua, llene una jarra y déjela airear un buen rato, la presión de vapor hará su función. Salvo que beba cantidades anormalmente altas de agua, no tendrá problema. Ponga más atención a otros factores de riesgo a los que, con seguridad y como hacemos todos, se estará exponiendo voluntariamente, incluso con frecuencia y con gusto.
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