TRIBUNA
En la estrechez fisiológica del concepto contemporáneo de salud haríamos bien en apreciar lo bello en lo pequeño o en lo cercano
La vida saludable |
Puede un ser humano estar grave y, en algún sentido, permanecer saludable? Siendo problemática la definición de salud que ofrece la OMS, "ausencia de enfermedad", y dado que ninguna época ha definido el concepto con precisión, la propia institución deja entrever que, más allá de la dimensión corporal, hay un "bienestar humano" relacionado con la adaptación a su medio social. Si la salud es un estado que no sólo interesa al cuerpo, la pregunta inicial podría responderse afirmativamente. En el natural envejecer, enfermar y morir, la vida saludable se revela en el giro de sentido que se otorga a este proceso y en su aceptación, más que en la futilidad de prevenir o retrasar dicho aparato de decadencia. Pese a los azacaneos de la Fortuna, tan evocado por los líricos antiguos, los que cultivan esa vida saludable, agradecida e inspiradora beben a veces de la fuente fresca de la esperanza en medio del bochorno de la experiencia.
Los gobiernos, no obstante, aumentan el gasto sanitario en una "batalla imposible de ganar al envejecimiento, la enfermedad y la muerte"; no se consideran los fines que dan significado a la vida o los aspectos negativos de los conflictos existenciales. El filtro mágico de la farmacocracia -más hipnótico que onírico- aparta de las conciencias los obstáculos profundos con su tendencia a medicalizar las dificultades del nacimiento, la muerte, la sexualidad, el aburrimiento o cada imperfección corporal percibida, todo aquello a cuyo trasfondo la medicina no puede responder. Las personas se convierten en enfermos y conforme el estigma crece lo hace también el gasto sanitario en tratamientos que a veces resultan venenosos, o distorsionan la frágil estructura antropológica enredando en senderos tan torcidos que no canalizan los conflictos de la experiencia.
Pero hay experiencias que alivian el dolor encriptado en nuestros deseos infinitos sin vulnerar los espacios de trascendencia, aquellas que nos hacen testigos de la belleza. Las conciencias más complejas de cada tiempo han habilitado competencias para corregir parcialmente la inclemente percepción del mundo mediante el recurso de la cultura. La naturaleza no tiene en consideración los anhelos humanos, pero algunos humanos custodian una suerte de inventiva divina -epinoia- con la que sortear la mera supervivencia; mentes sutiles y atentas aprendieron a calentarse y a forjar herramientas al calor que brota de la combustión de los árboles; llamados sabios en la antigüedad, ellos enriquecen el mundo con la hermosura y perfección de sus creaciones. Una novela, como una película, puede hacer olvidar provisionalmente el dolor, pero si atesora belleza en su forma hace inteligible la sintaxis del universo que contiene. En la belleza, aun en la de las viejas obras, hay algo sorprendente e innovador, como en el hijo que crece. Esa seducción por lo hermoso despierta una emoción profunda y duradera que conmueve el psicosoma y lo enciende. Es la chispa del arte y la poesía, sin la cual no serían más que puro solaz para exquisitos. Así, la reiteración de las formas y las palabras hermosas nos protegen del mal.
Si la vida saludable es comprensión, adaptación y gratitud aprendidas para mantenerse al abrigo de lo mórbido, entonces los elegidos por las musas: poetas, escultores, compositores, cineastas, ingenieros, legisladores…, al reciclar el entorno humano con la perfección de sus formas y la novedad que añaden a la naturaleza, salvan tanto como la mejor medicina. Renunciar a valores compartidos sobre la belleza empobrece el medio cívico y resiente el mencionado bienestar en la comunidad. En la estrechez fisiológica del concepto contemporáneo de salud haríamos bien en apreciar lo bello en lo pequeño o en lo cercano. Exponer al común de los ciudadanos -incluyendo al adolescente marginado o al drogadicto- a la armonía sincopada de un poema alivia allí adonde la medicina no alcanza. El mundo del arte necesita dinero, sí, pero sobre todo caudales de respeto y voluntad política. La necesidad de cubrir tratamientos médicos no debe competir con los recursos públicos destinados a la ópera o a la restauración de obras maestras, porque la belleza y el orden de esas formas hacen inteligible el mundo y atemporal el pasado y el presente, perfeccionan la naturaleza, elevan la humanidad y, con su encantamiento, dan sentido existencial a los valores sociales más solidarios, lo que ayuda a vivir sin el sufrimiento adicional que acarrea el amargo sobrevivir. La comunidad debe conocer la abismal diferencia que media entre el gasto sanitario y el de la política cultural, so pena de padecer aquella visión de Lucrecio, "los principios/ de la materia no se han colocado/ con orden, con razón ni inteligencia", expresada en su inmortal poema sobre un universo de azar.
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