En defensa de la filosofía |
Una de las características más curiosas de la Filosofía es su tendencia a reflexionar sobre su propia naturaleza, rasgo mucho menos acusado en las Ciencias Naturales. Aun siendo aficionado a leer libros filosóficos, nunca empezaba mis lecciones de Genética preguntándome si existían los objetos de estudio de esa ciencia. Todo lo más, citando alguna de las definiciones que los grandes autores habían emitido al respecto, empezando por la del propio zoólogo Bateson, quien propuso ese nombre para "la nueva ciencia de la herencia y la variación en los seres vivos". En aquella primera década del siglo XX acababan de redescubrirse la teoría de la herencia basada en lo que pronto fueron llamados genes, pero todavía se ignoraba que el material genético de las células y muchos virus era el ADN (en otros virus, como de la pandemia que nos asola, de ARN). A partir de mediados del siglo XX ese fundamental descubrimiento se fue introduciendo en la definición de la Genética, pero nunca como una negación de la primera, sino como un desarrollo. Hoy se conoce una cierta diversidad de enunciados al respecto, pero ninguno contradice a los demás, distinguiéndose solo en el mayor o menor énfasis en el nivel, molecular, familiar o poblacional, que prefiere adoptar como punto de partida el especialista de turno. Así que al alumno en trance de aprender Genética (young, budding geneticist, los llamó Suzuki) se le suele enseñar el contenido y los métodos de esa disciplina, pero raramente otros debates al respecto. Asumiendo la postura que los filósofos llaman "realismo ingenuo", el profesor de Genética suele creer firmemente que las moscas del vinagre sobre las que está investigando existen por ellas mismas, y no son ninguna ilusión inducida por algún invisible genio maligno, ni la sombra chapucera de la mosca perfecta que vive en el universo de las ideas, inaccesible a los sentidos, pero no a la inteligencia. Y lo mismo le ocurre con los cromosomas e incluso con el ADN, a cuyas moléculas somete a cortes y remiendos como cualquier modisto hace con sus hilos. Acertó el divulgador poético que hace tiempo llamó al ADN "el hilo de la vida", quizás pensando en los hilos del destino de cada uno que cortaban las fatales Moiras a su capricho.
No es el caso de la Filosofía, uno de cuyos temas favoritos es tratar de contestar a preguntas del tipo de "¿en qué consiste filosofar?, ¿para qué sirve filosofar? Se dice que al alumno que formuló esa segunda pregunta, Platón ordenó que le diesen unas monedas, para que le hubiese servido de algo asistir a la Academia, y expulsarlo de inmediato. No deja de ser consolador que, en una época en la que lo común es moverse por el lucro, considerando medio bobo al que no trate de enriquecerse, todavía haya gente cuyo principal objetivo sea plantearse cuestiones, generalmente sin posible respuesta cierta, sobre el sentido de la vida, los límites del conocimiento humano, la posibilidad de la libertad, o la realidad de eso que llamamos la realidad. Luego, los demás podemos disfrutar de las excelsas páginas que dejan en legado. A esas gentes hay que cuidarlas como los biólogos del Parque de Doñana a los linces, pues también constituyen una rara especie de mamífero en peligro de extinción, lo que sería una pérdida muy lamentable para nuestra diversidad cultural, que, entre otras cosas, acaso nos resulte muy útil para sobrevivir algunos siglos más en este planeta, y nos sirve, con certeza, para vivir nuestro tiempo de forma más interesante, digna e incluso divertida, si uno le coge un poco el tranquillo. Leer las líneas de Antón Pacheco, profesor de la Hispalense, o las de Cinta Canterla, profesora de la Pablo de Olavide, sobre Swedenborg, científico y visionario, puede resultar tan apasionante como distraerse con alguna serie televisiva (Estoy vivo es una de mis favoritas, con sus reencarnaciones a discreción).
Viene todo esto a cuento de la alarma y tristeza que me ha producido el proyecto de reducir el tiempo dedicado a la Filosofía en las enseñanzas secundarias, quizás por no considerarlas de aplicación inmediata a la vida económica. Incluso desde ese limitado punto de vista sería un error, pues, igual que ahora se disputan a los matemáticos, antes considerados sabios inútiles para la vida práctica (se ve que no conocen la vida de Arquímedes), puede llegar un momento en el que las empresas quieran contratar filósofos para afrontar unas aventuras comerciales en las que lo imaginario, lo simbólico y los valores éticos, cada vez tendrán más importancia. Detectado que los algoritmos inteligentes propenden al racismo y al clasismo, los herederos de Sócrates se nos antojan cada más útiles, dando a esa palabra un sentido más amplio que el meramente monetario. Me sumo, pues, a la petición de que, al menos en Andalucía, la tierra de Séneca, Averroes y Blanco White, la Filosofía conserve sus horarios docentes, pues una disciplina que de continuo se cuestiona a sí misma es la mejor vacuna que podemos inocular a nuestros jóvenes para que desarrollen una mentalidad crítica contra toda suerte de manipulaciones propagandísticas, tan abundantes en la actualidad.
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