César García
Escritor y profesor universitario
Con los pueblos sucede como con las librerías, a nadie le gusta que desaparezcan, pero pocos estamos dispuestos a mantenerlas con nuestro tiempo y dinero.
Adentrarse en el interior desde la costa, cualquier interior y cualquier costa, es entrar en un túnel del tiempo que no necesariamente fue mejor. Por muy habituados que estemos siempre, nos choca el vacío y el silencio más propios de tierras del nuevo mundo o de los países que la gente prefiere evitar, que de la vieja Europa.
Los veranos, época de sol y playa, como dicta la cultura de ocio, destapan tanto nuestras vergüenzas como el estado de hecatombe que atraviesan los pueblos, y uno los ve cansados, desvencijados, sin perspectivas. La época estival sirve para recordarnos las visitas incumplidas, las llamadas de Pascuas a Ramos, los entierros a los que no acudimos, las obras que nunca haremos en las casas de nuestros antepasados, las flores que no reponemos tan a menudo como deberíamos en los cementerios, las críticas por lo que hicimos o dejamos de hacer, el polvo que se acumula en las cajas de libros que acabarán en el estercolero.
Nos lamentamos, pero al mismo tiempo nos alegramos secretamente de que esos pueblos desaparezcan, pierdan fuerza, de que cada vez haya menos razones para regresar, para sumergirnos en el silencio opresivo, para afrontar las miradas de extraños que creen saberlo todo de nosotros.
Nos satisface secretamente que cada año menos gente salga por la noche a tomar el fresco, a charlar porque sí, para no tener que dar explicaciones por quedarnos en casa leyendo, conectados a Internet o, lo peor, incluso viendo la televisión en pleno verano.
Contamos con vergüenza las horas, los minutos que nos llevarán los asuntos que nos traen por allí, eludimos las conversaciones que se alargan más de la cuenta con esa gente a la que parecemos importarles tanto, pero que nunca nos preguntan por lo que de verdad nos importa.
Los precios del bar, que solían hacernos gracia, nos parecen si acaso una anécdota de dudoso interés. Los pueblos deshabitados nos dan un baño de realidad. Los viejos del lugar nos recuerdan permanentemente que envejecer y morir, como decía Gil de Biedma, eran las dimensiones del teatro.
Los pueblos no valen para nada, sólo para aburrirse, para hacerle sentir a uno mal, pensamos, para recordarle a uno lo que no quiere seguir siendo y lo que nunca será, nos ponen en nuestro sitio, también a prueba con ínfimas probabilidades de salir airosos aun cuando en nuestras vidas de urbanitas nos creamos lo contrario.
Huelen algo a mugre, a novela de Miguel Delibes, a historias que uno preferiría olvidar, a gasoil de los tractores, a tabaco negro, a excrementos de vaca.
Son, pese a los pesares, necesarios para hacernos dudar, cuestionarnos y apreciar en lo que valen los beneficios de la cultura liberal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario