Peter Piot
Director, London School of Hygiene & Tropical Medicine; co-descubridor del ébola
El siguiente post está adaptado del libro No Time To Lose: A Life in Pursuit of Deadly Viruses, de Peter Piot. El profesor Piot es director de la Escuela de Londres de Higiene y Medicina Tropical, antiguo Director ejecutivo de ONUSIDA y antiguo vicesecretario general de la ONU. Codescubrió el ébola en 1976. Piot presenta este post con algunas observaciones nuevas realizadas esta semana.
La epidemia actual de ébola no tiene precedentes. Más de 7.000 casos y más de 3.300 muertes hasta ahora. Es la primera vez que se ven afectadas naciones enteras; es la primera vez que se ven implicadas ciudades con una enorme población urbana. Y es la primera vez que el virus ha sido diagnosticado fuera de África.
En los 38 años que llevo trabajando con el ébola, nunca pensé que el virus alcanzaría esta dimensión, pasando de un pequeño brote a una terrible crisis humanitaria.
Echando la vista atrás hacia el trabajo inicial de nuestro equipo internacional en 1976 en Yambuku, República Democrática del Congo (que entonces era Zaire), todas las lecciones que aprendimos sobre la manera devastadora en que se extiende el virus todavía se pueden aplicar hoy en día. La forma de transmisión ya no es un misterio y sabemos exactamente cómo evitar los brotes previos de ébola. Sin embargo, estas medidas no han servido para frenar la epidemia actual en África Occidental, en gran parte porque se iniciaron con demasiada lentitud y a una escala insuficiente.
Necesitamos urgentemente aumentar el suministro de efectivos y recursos para tener la catástrofe bajo control. Debemos construir hospitales de campaña y unidades de cuidados especiales para el ébola, enviar personal sanitario, provisiones médicas y coordinación logística, así como gobiernos y ONGs dispuestos a parar la transmisión de ébola a través de la movilización de la comunidad para evitar funerales de riesgo y prácticas médicas peligrosas. (Londres, octubre de 2014)
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Yambuku, 1976. Durante los siguientes dos días, recorrimos pueblos cada mañana, tomando toda la sangre que pudimos, apuntando cualquier detalle e información potencialmente importante que pudimos recoger.
En todos los pueblos, organizamos una reunión con el jefe y los ancianos. Les pedimos que describieran su experiencia con la nueva enfermedad, el número de casos y muertes, las fechas, y si habían tenido conocimiento de cualquier persona actualmente enferma. Preguntamos a todos los aldeanos con los que nos encontramos sobre sus rutinas diarias: contacto extraño con animales, nuevas zonas sin vegetación, comida y bebida, contacto con comerciantes.
Nos contaron que el virus había hecho desaparecer a familias enteras en poco tiempo. En un caso, una mujer de Yambuku había muerto unos días después de dar a luz, y poco después la siguió su recién nacido. Su hija de 13 años, que había viajado a Yambuku para hacerse cargo del niño, enfermó cuando volvió a su aldea y murió días después, seguida por la mujer de su tío, que la había estado cuidando; y luego fue su tío, y entonces otra familiar que había ido a ocuparse de él. Esta transmisión extremadamente virulenta entre humanos era aterradora.
Había dos elementos que unían a casi todas las víctimas de aquella misteriosa epidemia. Un factor eran los funerales: muchos de los muertos habían asistido al funeral de una persona enferma o habían mantenido contacto cercano con alguien que había ido. Lo que hacía a esos funerales tan letales, aparte del intenso y prolongado contacto, era la preparación del cadáver. Limpiaban el cuerpo a conciencia, y el proceso a menudo involucraba a varios miembros de la familia, que lo hacían con las manos descubiertas. Dado que los cuerpos solían estar cubiertos de sangre, heces y vómito, la exposición al virus del ébola era enorme, especialmente porque su costumbre era limpiar todos los orificios: boca, ojos, nariz, vagina, ano.
El otro factor era la asistencia al Yambuku Mission Hospital. Casi todas las víctimas del virus habían ido a la clínica unos días antes de enfermar.
Todo parecía señalar que el contacto aéreo no era suficiente para transmitir la enfermedad. Pero, en particular, en el grupo de edad que comprendía entre los 18 y los 25 años, habían muerto el doble de mujeres que de hombres.
Sabíamos que lo del hospital era un factor importante, pero la verdadera clave era lo otro. ¿Qué diferenciaba a los hombres de las mujeres a esa edad? Que las mujeres se quedan embarazadas. Y, de hecho, casi todas las mujeres que habían muerto habían estado embarazadas, sobre todo en ese grupo de edad, y habían visitado la clínica prenatal de la misión de Yambuku.
Entrevistamos a las monjas con mucho respeto. La hermana Genoveva nos dijo que usaban para todos los pacientes las pocas jeringas de cristal que tenían; que cada mañana las hervían rápidamente (y poco), al igual que hacían con los instrumentos de obstetricia de la sala de maternidad. Luego, las utilizaban y reutilizaban a lo largo de todo el día; simplemente, las enjuagaban con agua esterilizada.
Ella nos confirmó que las monjas inyectaban a las embarazadas dosis de vitamina B y gluconato de calcio. El gluconato de calcio es una sal de calcio y ácido glucónico. Básicamente, no tiene ningún valor médico en el embarazo, pero da una inyección de energía, y este colocón de energía se hizo muy popular entre los pacientes.
En otras palabras, las enfermeras inyectaban sistemáticamente un producto inútil a todas las mujeres durante sus cuidados prenatales, así como a muchos otros pacientes que acudían allí buscando ayuda. Para hacerlo, utilizaban jeringuillas sin esterilizar que transmitían la infección con libertad.
Era muy difícil formular las palabras para explicar a las hermanas que la expansión del virus seguramente se había amplificado por sus prácticas y por la falta de un entrenamiento adecuado. Al final, creo que fuimos demasiado educados: no estoy seguro de que el mensaje calara cuando les contamos las conclusiones preliminares.
Traducción de Marina Velasco Serrano
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