Las propuestas del señor de los hoteles superan en ridículo las ya muy celebradas propuestas anteriores del señor alcalde
Durante años tuve la sospecha de que, detrás de las ocurrencias del anterior alcalde, había una mano negra, un ser maligno que, en las noches propicias, entre chuletón de buey y botella de Carraovejas, susurraba sibilantes consejos al siempre atento oído del alcalde proponiéndole interesadas maldades y maléficos encantamientos para arrastrarlo al lado oscuro. Desaparecido el señor alcalde de toda vida pública que no sea la de sus visitas al juzgado y perdido el altavoz que propagaba sus pérfidos inventos, el maligno tenía dos posibilidades, o callarse para siempre, favor que nos haría, o desvelar su identidad expresando de viva voz lo que antes nos llegaba transmitido y ampliado por el recordado señor de Píñar.
En cualquier caso, y por mucho que intentara este actor principal del club de la comedia guardar el anonimato, difícil lo tendría. El ADN de la poca vergüenza es casi transparente y este señor o este grupo de señores no han podido ocultar por más tiempo su naturaleza y desde hace ya algún tiempo, huérfanos de quien otrora los protegió, han tenido que dar la cara.
El señor, que representa en Granada a esa maldición bíblica que son los empresarios de la industria hotelera, acaba de hacer unas declaraciones que a mi, del tirón, me han recordado las ocurrencias del anterior alcalde y, como Pablo de Tarso, me he caído del caballo al grito de ¡ay amigo, así te esperaba yo, pero no tan fuerte!
Y es que, aunque don José no esté, la vieja tradición de esta ciudad de echarle morro a la vida no corre el riesgo de perderse, aunque también sorprenda comprobar que, pese a lo que todos pensábamos, sus tonterías eran brillantes ideas comparadas con lo que estos señores son capaces de pensar cuando se ponen.
El señor de los hoteles, esa especie de Sarumán de las tierras altas de nuestra Andalucía, que va consiguiendo poco a poco convertir Granada en un decorado triste y cutre, lleno de camareros mal pagados y de turistas pobres, ha demostrado ya unas cuantas veces que no tiene el don de la mesura ni de la prudencia ni, mucho menos, el del pudor y sus propuestas superan en ridículo las ya muy celebradas propuestas anteriores del señor alcalde.
¿Recuerdan aquello de que la Alhambra le diese dos euritos para que él se lo gastase a gusto en sus cosas?
Pues este nuevo Graco, este ilustre benefactor de la ciudad, después de proponer hace unos días cambiar las fechas de la Constitución y de la Inmaculada para que la fiesta le cuadrase a su negocio, dice ahora que debería subirse el precio de la entrada a la Alhambra y dárselo a él y a sus amigos para montar un chiringuito con el que pasearse por ferias y mercados del orbe mundial para hacer publicidad de sus hoteles.
Y yo sigo en la duda de si será posible que no lo haya entendido bien o es que realmente este señor y sus asociados tienen el morro que parece que tienen.
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