La lectura de un libro, bien elegido, es una forma de emboscarse y retraerse ante lo demasiado visto y conocido
Para los que no quieran ser arrastrados por la oleada de celebraciones y ritos en estos días del año, hay una posibilidad de resistencia. Pero es tanta la presión social que incluso a los que buscan oponerse, les cuesta encontrar un refugio, inventarse un espacio, al que no lleguen ruidos y compromisos. Sin embargo, existe ese medio que facilita crear un mundo aparte. Es un recurso conocido, pero conviene volver a recordarlo: el libro-río, es decir, el que exige una lectura extensa y absorbente. Frente al libro-jornada que se consume con el día, el libro-río debe atrapar con tal voracidad que mantenga, página tras página, intrigado al lector a lo largo de varias semanas.
Jünger, en un lúcido ensayo, se valió de la figura del emboscado para describir a un tipo de personaje que se construye, aislado, una guarida simbólica para resistir las modernas asechanzas uniformadoras. La lectura de un libro, bien elegido, es una forma de emboscarse y retraerse ante lo demasiado visto y conocido. El misterio y poder que entraña la lectura reside en su capacidad para trasladarnos a otros mundos, ajenos y lejanos, y vivirlos, en la imaginación, con la misma credulidad con que se vive el propio. Pero en ese viaje, realizado en la libertad de la intimidad, al ir leyendo no sólo se experimentan otras vidas (que todos deseamos conocer), también permiten regresar más tarde con distinto ánimo crítico al quehacer cotidiano de siempre. Por eso es aconsejable que el libro-río obligue, con su fluencia literaria, a desplazarse a otras épocas y a otros parajes. Aventurarse por otros destinos y conocimientos es la clave liberadora que procura la lectura: un yo, prisionero en un entorno repetitivo, rompe ataduras para expandirse por otros horizontes.
Por eso, un primer gesto para que esa liberación sea efectiva, exige al lector encontrar por sí mismo el libro que encierre tal potencial transformador. Para ello hay que tantear, husmear, pasear por librerías y bibliotecas hasta que surge el libro-cómplice capaz de entusiasmar semanas tras semanas. Pero, por si acaso, no surge de inmediato, aquí hay algunas recomendaciones que, aunque ya muy conocidas encierran siempre valiosísimos tesoros: Fortunata y Jacinta, de Pérez Galdós, Memorias de un hombre de acción, de Pío Baroja, y si quieren indagar aún más en el pasado, comprueben cómo en La Celestina o en el Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, pululaban los mismos pícaros -aunque con otro estilo- que llenan las páginas de nuestra actualidad.
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