Lo que se tolera, alienta o propone hoy como ideal y actitud de vida entre la juventud favorece más la extensión del problema
Diagnóstico social |
La actualidad política, con sus movimientos efímeros, llevados a través de las ondas a cualquier espacio del planeta, ocupa un lugar importante en nuestras preocupaciones diarias. Pero, al lado de elementos tales como la conveniencia o no de nuevas elecciones, los pactos, las piedras verbales arrojadizas contra el adversario, las medias verdades o cabales mentiras, esas mismas ondas nos descubren un panorama más soterrado pero ciertamente preocupante, cuyos orígenes se hallan en nuestra propia cultura social. Me refiero a esa amalgama, continuamente reiterada, un día sí y el otro también, de conductas reprobables y, lo que es todavía más dramático, que parecen dimanar de una especie de caos moral, y se extienden entre nosotros, como si de una mancha de aceite se tratara. No hace irse muy lejos para comprobarlo.
Mientras los asuntos políticos parecen reconducirse por medio del diálogo y los acuerdos, los sucesos a los que quiero referirme no poseen esa virtualidad. La política puede reforzarlos o disminuirlos, pero nunca es capaz de recomponer por sí sola una estructura personal y social malheridas. De hecho aquélla es también deudora de nuestras carencias. Sobre todo si sus representantes y los modelos que se proponen a los ciudadanos se hallan afectados por el mismo mal de fondo. Pero, ¿a qué hechos me estoy refiriendo?
Desde hace años llegan hasta nosotros noticias tristes, en no pocos casos espeluznantes, que aquí sólo puedo enumerar. Proceden de ese cúmulo de sucesos que van desde el asesinato puro y duro entre miembros de una pareja, a veces con hijos incluidos en la matanza; al aborto ya socialmente instalado, pasando por las violaciones, las palizas compinchadas a compañeros entre niños que apenas han abandonado la infancia, las agresiones de alumnos a profesores, la pederastia, el acoso, ... la lista se haría larga. El asesinato de Marta del Castillo, el ocultamiento de su cadáver, las mentiras alevosamente tejidas en torno al mismo y el sufrimiento sin respuesta de sus padres son todavía un ejemplar compendio del dramatismo de estos hechos.
Lo preocupante de ellos, aunque su presencia quede afortunadamente diluida entre los comportamientos normales, no es sólo el acontecimiento en sí, cuanto los ámbitos afectados. Porque no se trata de escenarios belicistas, conflictivos per se, sino de la vida ordinaria, y afectan a los pilares más básicos y sensibles de una sociedad: el matrimonio, la familia, la siempre necesaria reposición generacional (muy afectada por el "invierno demográfico"), los niños, los responsables en la sociedad del mañana, la autoridad de los padres, los maestros y profesores. Es decir, estamos tocando prácticamente todos los elementos clave (nacimiento, familia, educación) sobre los que se estructura y fundamenta una sociedad sana.
Lo que se tolera, alienta o propone hoy como ideal y actitud de vida entre la juventud favorece más la extensión del problema. A manera sólo de ejemplo: ¿es la exaltación permanente de los derechos sin cortapisas, compatible con los sacrificios y responsabilidades que se han de asumir en la vida en común? ¿Construye o destruye el reconocimiento de lo intuitivo, rompedor y transgresor a costa de la solidaridad hacia los vínculos con nuestro pasado y el respeto a las normas comunes? ¿Conviene la proclamación de la igualdad como valor absoluto, por encima de la lógica jerarquía que establecen la responsabilidad, la virtud, el mérito y el esfuerzo? ¿Lo que rodea al botellón de fin de semana es una buena iniciación para los futuros educadores, padres y responsables sociales? La falta de respuesta razonable a éstas y otras cuestiones concita a pensar en una especie de lento suicidio colectivo, a la vista de la incapacidad de las personas y sus dirigentes para reaccionar. No sería la primera vez que esto, históricamente hablando, ocurriera.
De poco servirá la queja o las leyes, aunque puedan contribuir a mejorar o agravar la situación, si no se da al mismo tiempo una rectificación y la consiguiente recomposición moral (¿en torno a qué valores, una vez que nos hemos cargado los absolutos?), tanto en lo personal como en lo social, ambos íntimamente unidos; si no recuperamos vínculos interesada o inconscientemente rotos. Eso sí, resulta evidente que esto no se puede abordar con las mismas medicinas fracasadas, ni poniéndose de perfil, sino con un gradual pero severo cambio de rumbo, que desde la persona pase a las instituciones políticas, religiosas, educativas y culturales. ¿Pero se está humildemente dispuesto a rectificar, o se trata ya de una apuesta sin retorno?
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