Ante los intereses de las farmacéuticas, al sistema sanitario público universal le tiemblan los adjetivos
Tienen suerte las familias que no cuentan entre los suyos a una persona que padece una enfermedad de esas que llaman raras, de nombre impronunciable y síntomas ignotos. O mejor dicho: qué suerte más mala, la de quienes sufren en sus carnes y en su casa uno de esos extraños y puñeteros males. Son los condenados a bregar de por vida con galenos, historiales, psicólogos, impotencia, bálsamos, quirófanos, temores. De todo ello pueden extraerse ejemplos de superación, de solidaridad, de fuerzas sacadas de flaqueza y de crecimiento en la adversidad; habrá quien saque incluso conclusiones divinas y beatíficas. Quienes vivimos de cerca una de estas enfermedades -generalmente crónicas e incurables- nos suelen sobrar cáliz y moralina.
Hasta aquí -dirán- todo pertenece al azar y su intemperie, en cuyo raso a veces se cruza una estrella con mala fondinga. Hasta aquí -dirán- nada hay de particular (salvo que afecta a pocos entre muchos) en la vivencia de una enfermedad rara con respecto a otra que se padezca de por vida. Cierto. Es a partir de este punto cuando todo daño y falta de paliativos para enfermedades raras nos atañe, es responsabilidad de la sociedad. La naturaleza las hizo raras; el modelo político y económico, huérfanas. Se investigan poco y lentamente. Además, de darse algún avance, el desarrollo de aplicaciones clínicas no sale a cuenta a los laboratorios farmacéuticos, que por tanto no producen medicamentos. A nivel mundial, apenas se invierte en ellas no porque afecten a una inmensa minoría -una persona, una tan sólo bastaría para ser, ciencia y medicina a través, justos- sino porque no son rentables. Las asociaciones y federaciones de enfermedades raras han generado comunidades y redes de apoyo e información, son grupos imprescindibles de concienciación y de presión. Pero ante los intereses de las farmacéuticas, al sistema sanitario público, universal, solidario y equitativo le tiemblan los adjetivos.
El caso Nadia ha puesto de manifiesto que las enfermedades raras son, antes que huérfanas, pobres. Hay algo que me rebela ante el hecho de que familias de afectados tengan que recurrir a la solidaridad de los vecinos, a la caridad, a la tele, para pedir lo que sin pedir les corresponde como personas y como ciudadanos de un estado social y democrático. Las trapacerías en torno al caso de Nadia y su dimensión mediática nos devuelven el sabor agrio de Divinas Palabras. Raras, huérfanas y pobres: ¿mala suerte? No tanto como viejo mundo cruel.
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