Escalar cimas de vulgaridad se ha convertido en una aventura con un gran impacto mediático
Al contrario de lo que sostienen algunos -parece que muchos-, no le encuentro yo gran interés a la cosa. Me refiero a lo que pasa, nuestros días, al hoy por hoy. Dicen que vivimos tiempos interesantes. Me he perdido. O voy con retraso y llego tarde (como casi siempre). Va a ser eso. O que el nivel de entusiasmo no me alcanza. Necesito algo (abstenerse camellos, pasó la época de la química). Por ejemplo: si hubiera una organización que se llamara Estado Eufórico me afiliaría. Por ver si en mi ánimo se registra alguna suerte de transformación radical. Rastrearía en internet, leería sus manuales, haría proselitismo, captaría adeptos. No dudaría ni un momento en convertirme en uno de sus más destacados activistas aunque el Estado Eufórico fuera ilegal, es más, aunque estuviera declarado como una organización terrorista dedicada a sembrar el mundo de una euforia desmedida y corriera el peligro de ser descubierto y detenido. Y en caso de que así ocurriera no saldría desde luego con la cabeza gacha y oculta bajo un chándal de saldo, contrito y acojonado. Nada de eso, mi imagen se vería en televisión y en los periódicos -sin pixelar, por favor- como la de un tipo exultante, bromeando con los picoletos encapuchados -aunque no podría llamarles caranchoa ni caranada porque no se las vería-, saludando al gentío aglomerado y dando vivas a la euforia.
-¿Qué pasa ahí? -preguntaría otro que llega tarde a todas partes.
-Nada, han detenido a otro majarón del Estado Eufórico -respondería un enterado.
Pero va a ser que no. Antes me detienen por apedrear el alumbrado navideño. Eso sí sería noticia. Ahora lo es cualquier pamplina. Ya no hay diferencia entre lo grotesco, lo chabacano, lo mundano, lo esencial, lo excepcional, lo fantástico, lo importante. Ya no se sabe qué es qué. Aunque sería más acertado decir que son quienes están haciendo de esto un suculento negocio los que no quieren que se sepa. Escalar cimas de vulgaridad se ha convertido en una aventura con un enorme impacto mediático. Y claro, para quienes sacan tajada con ellas sí son unos tiempos muy interesantes. Pero otros los vemos como ese personaje de Zeroville, de Steve Erickson: "Hay gente como yo que lleva en esto lo bastante para no tomárselo con nada de romanticismo y que se limitan a intentar encontrar algún cobijo porque no tenemos ni idea de qué está pasando". O sea, con cero euforia.
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