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La humanidad entró en decadencia. En el escaso tiempo de vida de unas pocas generaciones, la desidia se apoderó de los hombres en el tema de la alimentación. Su pereza mental les arrastró a desinteresarse por la gastronomía, olvidaron cocinar. Se entregaron a los cantos de sirena de mama industria que, bajo la promesa de una falsa comodidad, les cambió el sofrito de la abuela por la rentabilidad y el beneficio. Perdieron los sabores y con ello la memoria y con ello su identidad. Dejaron de sonreír.
Por contra, una especie de simios no olvidaba la tradición. Entendían la cocina como un valor cultural a cuidar y divulgar. Cada creación culinaria genial, la repetían y repetían hasta su dominio. La mesa era un elemento de sociabilidad y tolerancia. Apreciar las temporadas en los productos les llevó a dominar la civilización perdida por los humanos. El buen humor gobernaba sus vidas.
¿Qué caracterizaba a estos simios? ¿Eran seres geniales? No, nada de eso. La cualidad que les definía era la perseverancia, el día que les faltara lo perderían todo en cualquier momento. Cada mañana, acudían a sus cocinas y de manera meticulosa revisaban la calidad de las alcachofas, de las acelgas o de las coliflores que Pau, desde la huerta, con el inicio del invierno, les enviaba. Comprobaban la firmeza y frescura de lubinas, doradas, jureles y salmonetes recién llegados de Puerto. Flipaban comprando la seta de cardo y el pie azul. El silencio se adueñaba del ambiente al limpiar las piezas de caza como los patos, las cercetas, los conejos o los gamos, tal calma delataba la emoción sentida por los simios en ese momento. Y así con los mejillones de Francia. Y así con el lomo de carne del País Vasco... "El éxito final de un plato depende de la calidad original de la materia prima", afirmaba un simio algo barrigón y sin pelo en la cabeza.
Los simios adoraban a sus mitos.
Para los simios, la cocina significaba el reencuentro diario con aquello que les daba placer. La expresión de la manada se comprobaba a través de su oficio en los fuegos. La bondad emanaba en elaboraciones como el salmonete con el parmentier de sus interiores o la nueva receta de la raya. Se masticaba la alegría al probar el lomo de ciervo con membrillo o el dulce de tatín con su helado y crema fresca. En su recetario, quedó grabada para la historia la liebre estofada al Vandouvan (una especia de alholva y mostaza) con puré de apionabo. Sin duda, para los simios la vida se definía a través de los platos que cocinaban.
Una de las escenas más espléndidas contempladas era la reacción de los humanos al entrar en contacto con la filosofía hostelera de los simios. Los hombres, sumidos en su declive, sentían el mimo derrochado por los monos en cada detalle en la sala, esa atmósfera tan cálida y natural. Era tal la placidez encontrada allí que retornar a su estatus humanoide les sumía en la más profunda infelicidad.
Sin sala no hay cocina, era una de las consignas de los simios.
Los simios debatían la conveniencia de su papel como redentores de aquella especie. Voces dentro de la manada denunciaban la actitud de los hombres. "Mira cómo están sus neveras y te dirá cómo es su vida", sostenía uno de los simios, nacido en Ávila, mientras terminaba de poner a punto la receta de lomo de muflón - carne de caza mayor parecido al gamo- con jugo de cebollas.
Para su salvación, los humanos deberían corregir el pasado más inmediato. Volver a conocer las temporadas en la cocina, y apreciarlas. Retornar al mercado. Ser sensibles a las cosas de comer. Entusiasmarse con un salteado de seta de cardo, alcachofa, jugo de carne y papada o apreciar la sencillez de un lomo de bonito en tataki bajo el suave aderezo de una vinagreta de soja. Ante sabores así, a los simios se les ponían los pelos de punta ¡Qué estampa!
Para lograr cualquier avance, los simios conocían de la necesidad de dominar la técnica.
Los hombres tuvieron derecho a una segunda oportunidad sobre la tierra. Entendieron que la gastronomía era el arte de querer hacer feliz al prójimo y la satisfacción que se encuentra en ese ejercicio. Los valores de la cocina les señalaron la senda por donde guiar sus vidas.
En aquel momento, la voz de una mujer tras la barra reclamó la atención para que le informaran acerca de la oferta de quesos de Antony al peso para llevar y le cobraran el mollete con aceite y tomate de su desayuno. "Ahora mismo", espetó Marina, sorprendida en su interior de la historia tan deliciosa que acababa de estar imaginando.
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