EN EL RECUERDO
A veces la muerte hace extrañas piruetas con el único propósito de mantenernos a todos sorprendidos. Ayer, un día con sol muerto de noviembre, la sala número cuatro del cementerio de San José la ocupaba Concepción Navas -Conchi para todos- y la sala cinco Alfonso Alcalá. Ambos habían sido compañeros de mesa en el Área de Cultura de la Diputación y ambos fueron ayer vecinos de sala de velatorio. Se han muerto con unas pocas horas de diferencia y nos han dejado a todos un regusto amargo de sorpresa. Conchi llevaba varios días sedada en la cama de un hospital esperando la muerte. Un cáncer galopante ha acabado con su vida. El sábado hablé de ella con Alfonso Alcalá. "¡Pobre Conchi, qué derecha le ha venido!", me dijo en alusión al triste desenlace que esperaba a nuestra común amiga. No sabía Alfonso que ese lamento podríamos expresarlo hoy cualquiera de sus muchos amigos refiriéndose a su repentina muerte. Él, que tan aficionado era al teatro, nunca hubiera imaginado un argumento tan surrealista en el triste escenario de la vida.
Si alguien quería saber a lo que se dedicaba un gestor cultural, Alfonso Alcalá personificaba esa actividad. Es más, yo creo que hoy estará vendiendo a San Pedro un proyecto para dinamizar la cultura en el cielo. Era funcionario de la Diputación pero estaba ejerciendo de director del Patronato García Lorca y se encargaba de la gestión del Museo Casa Natal del poeta y el Centro de estudios Lorquianos. Era un puesto que parecía estar hecho a su medida y que había ocupado entre 2008 y 2011. Era licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Granada, donde había ejercido como técnico de gestión cultural y director del departamento de Artes Escénicas. Desde dicho puesto coordinó diversos programas provinciales de teatro y dirigió eventos como el Festival del Teatro de Humor de Santa Fe y El Rinconcillo de Cristobicas, entre otros.
Pero antes, mucho antes, fue crítico de teatro en el periódico en el que ambos escribíamos. Cuando pienso en Alfonso Alcalá me vienen varias imágenes a la cabeza. Una cuando fuimos invitados al certamen de Teatro de Palma del Río, donde compartimos durante unos días alcohol, conversaciones y humo hasta altas horas de la madrugada. La otra imagen es la de hace unas semanas, cuando en la esquina del Chikito estuvimos poniendo a parir a todas las instituciones granadinas que tienen que ver con la Cultura, esas instituciones que están dejado que Granada, siempre tan proclive a alumbrar artistas de la imagen, la música y la palabra, se haya dejado ganar por otras ciudades con menos solera cultural y menos pasado creativo.
No había nada que Alfonso Alcalá dijera sobre la Cultura en Granada que no invitara a la reflexión. Generoso y risueño, siempre sabía atajar con una anécdota o una curiosidad cualquier intento de hacer demasiado trascendente una conversación. Lo mismo que había atajado con humildad y estoicismo los palos que le había dado la vida. Lo había hecho cuando murió Carmen, su mujer. Y lo hizo cuando fue relegado en la institución en la que había trabajado.
Hubo un tiempo en que me lo encontraba desanimado, decaído, con achaques de melancolía y aburrimiento. Pero cuando empezábamos a hablar, se animaba como hombre que aún creía que, a pesar de todo, las cosas podían mejorar. Catalizaba la vida magistralmente y sabía que en el túnel de su pesimismo sobre la Cultura en Granada siempre podía estar la salida de la esperanza. Y cuando aparecía en su alma el extraño animal del desencanto, siempre encontraba un amigo como yo con el que quería tomarse un vino para poner a parir a quién hiciera falta.
Ayer muchos amigos de Conchi y Alfonso hicimos doblete en el cementerio comentando esa pasmosa filigrana que había hecho la muerte. Los dos estaban presentes en las conversaciones, siempre alegres, eternamente amigos, y los nombrábamos con rostro de tristeza, esa tristeza tan necesaria para disfrutar ahora de su recuerdo.
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