TRIBUNA
Educación, capitalismo y democracia |
La cuestión del papel de los sistemas escolares en la vida social y del sentido que debe tener la educación, es asunto sometido siempre a debate y cargado de opiniones controvertidas. En realidad tanto el hecho mismo de la escolarización como la educación que se imparte en los centros escolares responden a múltiples y variadas funciones, si bien no todas se aplican con la misma intensidad. Desde luego, el cometido principal de la escuela es el de custodiar a niños durante un cada vez más largo período de su vida. Pero igualmente principal es la educación, es decir, la formación de sujetos que se incorporen de manera adecuada a la sociedad. La escuela, decía Comenius, es Taller de hombres, lugar en el que por medio de la enseñanza se adquieren conocimientos y se configuran actitudes y pautas de comportamiento. Es en este punto en el que se plantean distintas perspectivas, pues la pregunta acerca de qué tipo de personas hay que construir tiene distintas respuestas posibles, de manera que la educación puede orientarse de maneras igualmente distintas.
Allá por el año 2000, en el programa conocido como Estrategia de Lisboa, el Consejo Europeo estableció como objetivo estratégico "convertir a Europa en la economía basada en el conocimiento, más competitiva y dinámica del mundo", una formulación que tenía implicaciones, pues, de alguna manera, señalaba a la mejora de la economía y la productividad como un referente decisivo en el campo de la educación. Mucho más explícito fue el documento Estrategia para la competitividad en Andalucía 2007-2013, editado por la Consejería de Economía y Hacienda de la Junta de Andalucía. Allí, en el apartado relativo al sistema educativo, se consideraba un "asunto prioritario aumentar y mejorar el capital humano en las diferentes etapas educativas". Naturalmente esta perspectiva -en la que educación y productividad se asocian de manera preferente- tiene efectos sobre la enseñanza, pues determina, por ejemplo, qué conocimientos son valiosos y cuáles no, qué actitudes deben fomentarse y cuáles son relegadas a un segundo plano. Con esta planteamiento se ha resucitado la teoría educativa del capital humano formulada en los años 60 del pasado siglo, teoría que ya en su momento fue refutada por muchos estudiosos y que hoy, sin negar sus virtualidades, sigue siendo discutida, pues no queda claro cómo los sistemas escolares pueden contribuir decisivamente al objetivo que se les propone.
Desde otras perspectivas se ha planteado el sentido de la educación en relación con la formación para democracia. En este caso se pone el acento en la necesidad de civilizar la vida humana, de procurar la educación de personas comprometidas con la justicia, la solidaridad y los valores de los derechos humanos. La democracia, como proyecto civilizatorio, requiere de los ciudadanos algo más que participar en consultas electorales, requiere su implicación. A este respecto, decía Bourdieu que sin capacidad crítica no hay democracia. Así, la educación debería proporcionar a los jóvenes conocimientos y actitudes que hagan posible lo deseable, pues sin capacidad de discernir y de formarse libremente criterios sobre los problemas de la vida social, la democracia no es viable. Frente a la manipulación de las conciencias, la resignación, la anestesia o la incapacidad de imaginar una vida mejor, la educación debe contraponer la formación de personas, no de números de un balance contable. También en este caso el sentido de la educación tiene implicaciones sobre qué es lo que debería ser enseñado y aprendido, qué es lo importante y qué es secundario.
A la vista de estas dos perspectivas se suscita la cuestión de su compatibilidad ¿es posible orientar la educación preferentemente hacia la productividad y hacia la democracia al mismo tiempo, o debe priorizarse alguno de estos objetivos? Probablemente estamos ante una falsa disyuntiva. Todos podríamos estar de acuerdo en que la cualificación de la mano de obra es un aspecto fundamental en el desarrollo profesional de las personas y en el progreso económico de un país y, aunque quizás se sobrevalora el papel que puede tener el sistema escolar, no cabe duda de que algo le toca hacer al respecto. Dicho esto, el posible conflicto se plantea más bien a partir del hecho de que la política educativa que asocia educación y productividad pretende ir más allá de esa puesta en valor del capital humano. Pensando quizás en la vieja utopía de raigambre anarquista de que la sociedad sea una suerte de república de pequeños propietarios, en los discursos y prácticas que conocemos subyace también -y sobre todo- la intención de configurar un tipo de persona caracterizada por el llamado espíritu emprendedor, es decir, hombres y mujeres de negocio que sean proclives a crear empresas (y a considerar la vida personal como la empresa de uno mismo). Sin entrar aquí en mayores profundidades, es cierto que no hay que dar por supuesto que esa personalidad es incompatible con aquella que pone el acento en la formación para el proyecto civilizatorio de la democracia, pero también es cierto que de un tiempo a esta parte desde el campo de la política educativa se prioriza el sentido de la educación como formación para el emprendimiento, lo que suscita cierta inquietud en cuanto pueda suponer de menoscabo de otros significados de la educación que son vitales para la democracia.
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