TRIBUNA
El centauro ontológico |
La edición del genoma humano ha agitado las conciencias y abierto otro melón sobre límites técnicos y éticos. Un comentado artículo publicado en Nature Biotechnology -en noviembre de 2017- presentaba los resultados de una encuesta on line a la población general acerca de la edición del genoma como herramienta terapéutica y como herramienta de mejora de las capacidades humanas. Respondieron casi 1.2000 personas de distintos países europeos. Esos resultados mostraron una opinión favorable a la edición genética con objetivos terapéuticos en tres de cada cuatro encuestados (para su aplicación en el periodo prenatal la aceptación cayó a casi dos de cada tres participantes). Pero como herramienta para la mejora de las capacidades no suscitó gran interés: la mayoría consideró dicha técnica innecesaria por los riesgos de su aplicación y sus desconocidas consecuencias.
Que el impacto de la comunidad humana se ha extendido como una plaga bíblica sobre toda la superficie del planeta es evidente: la influencia de la urbanización y la cultura ha alcanzado no sólo la biodiversidad, sino también el ADN celular. Se sabe que la dinámica de las mutaciones depende más de los estímulos que la célula percibe del entorno que de sus propias órdenes nativas heredadas de las células germinales. Hay publicado centenares de estudios científicos que registran pruebas consistentes del influjo que las fuerzas del espectro electromagnético ejercen sobre la regulación biológica. En los Analesde la Academia de Ciencias de Nueva York hay recogidas densas discusiones científicas sobre los mecanismos de transducción de energía en los sistemas biológicos.
Con la Revolución Industrial se cruzó el Rubicón en el que se vincularon para siempre la naturaleza, la evolución de la vida y la civilización. En este sentido se considera a nuestro tiempo el comienzo de una nueva era geológica -Antropoceno- caracterizada por el inextricable acoplamiento entre la naturaleza y la sociedad humana. Es evidente que la cultura ha moldeado a la naturaleza, aunque esa influencia no queda claramente cuantificada. El patrimonio genético que cada individuo hereda de sus progenitores es un bien transmisible a generaciones futuras. La manipulación de ese patrimonio en la línea germinal corre el riesgo de perpetuarse de forma descontrolada en el acervo genético de la humanidad y, por tanto, de la biosfera
Si bien el ser humano no es su genoma, este da soporte material a su singular historia en el mundo. Conocer la predisposición a determinada enfermedad puede turbar el proyecto existencial de una persona. Lo paradójico es que la detección en el análisis genético de predisposiciones a dolencias multifactoriales -muchas sin solución terapéutica- necesitan del concurso de diversos factores ambientales para que el maleficio vudú deje su huella en la piel; son los avatares históricos los que introducen cambios indirectos en la homeostasis. Sólo si del conocimiento de esos análisis se intuye que puedan derivarse perjuicios a terceras personas el "derecho a saber" se transforma en deber.
Conocer el mapa del genoma humano no equivale a conocer al hombre en todas sus dimensiones. La genómica no explica por qué un genio creó el aria más sublime y desgarrada de la emoción humana en la Pasión según San Mateo, ni cómo allá por la oscura narración de los tiempos se logró levantar los Mármoles de Elgin, para algunos la obra suprema de la humanidad. No es posible conocer lo humano a través de la secuencia de bases de ADN. Y recriminar al científico su método reduccionista sería pura tautología dado que no posee otro. El conocimiento del genoma no da cuenta de las profundidades del corazón humano, de su dicha, de sus sombras, de su sabiduría o sus vicios, ni de nada que confiera su abundosa humanidad. Y es que el genoma no agota la realidad humana, pero sí se enriquece desde el claustro materno en el fragor de la realidad familiar, sociocultural y espiritual. El título de este microensayo hace mención a una alegoría con la que los filósofos han simbolizado la condición humana con medio cuerpo inmerso en la naturaleza y el otro medio transcendiendo de ella. La dignidad o singularidad intrínseca de esa condición, que dota de libertad, de capacidad para agitar las aguas del pensamiento, de diálogo, de la emoción y de la voluntad, confiere todo el valor al genoma como su fundamento, lo que lo convierte en objeto de sumo cuidado y protección. Pero no es un derecho individual, ni siquiera de grupo, sino del ser humano como especie, que lo vincula a una responsabilidad ética con la naturaleza, la paz, el estilo de vida, la protección de la biodiversidad y de la atmósfera, y cuya tutela tendrá que depender no tanto de los estados como del protagonismo cívico de los ciudadanos.
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