Ninguna biografía, por breve que pueda llegar a ser, carece de laberintos:
entrar en ellos conlleva el peligro de no saber salir.
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Cuando yo era joven andaba deslumbrado por aquel adagio de Ernest Hemingway que recomendaba a los aprendices de escritor frecuentar el trato con los grandes. Yo, por fortuna o por azar (o quién sabe si por fatalidad), he tenido la ocasión de conocer y entrevistar a muchos escritores y hablar con ellos. Y, salvo honrosas excepciones, la verdad es que han sido experiencias más bien decepcionantes.
Uno siempre espera más. Cree ingenuamente que de esos fugacísimos encuentros va a salir deslumbrado, atolondrado, inflamado de ideas y de grandes pensamientos, de nuevas visiones o de explicaciones cosmogónicas del universo, qué sé yo, uno espera dejar esa conversación siendo mejor persona o tal vez un poco más sabia o al menos irse inspirado a casa o con la sensibilidad un poco más afilada. Pero de repente te encuentras con que el tipo que tienes delante es uno más, con sus miserias, sus manías y sus defectos: se sorbe los mocos, increpa al camarero, la caspa le puntea los hombros, le huele mal el aliento o tiene un pronto inaguantable.
Pero a pesar de todo esto, da igual, uno se empeña en seguir conociendo a esos escritores si siguen vivos, o si están muertos, se deja las pestañas escrutando sus biografías e intentando conocer todo acerca de sus existencias.
La obsesión me lleva a ir a los lugares solo porque tal o cual escritor que admiro estuvo o vivió o pasó por allí
En mi caso incluso, la obsesión me lleva a ir a los lugares solo porque tal o cual escritor que admiro estuvo o vivió o pasó por allí. Tengo, por ejemplo, fotos en el Frolic Room, el tugurio en el que Bukowski se emborrachaba cada noche cerca de Hollywood Boulevard; o en Bunker Hill, la colina que domina el centro de Los Ángeles, donde John Fante empezó a trabajar como camarero y escribía relatos, rodando de habitación en habitación sin un centavo. He visitado los hoteles y los lugares por los que Camilo José Cela anduvo en su peregrinaje por Caracas, mientras preparaba una serie de novelas que le había encargado el dictador venezolano de la época, Marcos Pérez Jiménez.
He ido buscando las casas y las buhardillas de Edimburgo en donde Conan Doyle escribía las historias de Sherlock Holmes y el doctor Watson, me he parado en el restaurante La Hispaniola, el antiguo bar Rutherford, fundado en 1834, uno de los sitios favoritos de Robert Louis Stevenson para tomar copas e irse de parranda con los amigos. He entrado y salido en numerosas ocasiones del portal de la calle de Ruiz de Alarcón, en Madrid, donde vivió Pío Barojahasta su muerte, y me sé de memoria el número y las casas en que vivieron (y convivieron al mismo tiempo) Quevedo, Cervantes y Lope de Vega, en el hoy llamado Barrio de las Letras de Madrid.
Han sido numerosas las veces que paseando con dos amigos, también letraheridos y algo menos mitómanos que yo, me he detenido a contemplar las ventanas de la calle Santa Clara, número 3, en donde Larra se descerrajó un tiro por amor un 13 de febrero de 1837. He caminado por las avenidas de Buenos Aires en las que Rodolfo Walsh debió ser secuestrado un día de 1977, antes de ser enviado a la ESMA para hacerlo desaparecer definitivamente. He recorrido las calles ruidosas de Nueva York (la ciudad de cristal) y el puente de Brooklyn siguiendo los pasos de Paul Auster y de sus personajes, he seguido la pista a Hans Christian Andersen en Copenhague y perdido el tiempo en encontrar la casa de Harry Mulisch en Ámsterdam. Fui a visitar la casa en Nantes de Julio Verne y me acerqué expresamente a Rouen a ver en persona la vidriera de la catedral sobre la que escribió Flaubert en su famosísimo cuento San Julián el Hospitalario.
Y aún me quedan una infinidad de sitios por visitar y ver con mis propios ojos: la finca de Yasnaia Poliana, de Tolstoi, la cabaña solitaria de Thoreau en Walden Pond, la montaña mágica de Thomas Mann en Davos Platz, las calles nevadas de San Petersburgo por las que Dostoievski caminaba un día tras otro, las casuchas decrépitas del Baltimore de Poe o la puerta de la iglesia de Wittenberg, en Alemania, donde Lutero clavó sus 95 tesis contra las indulgencias de la iglesia católica en 1517.
AOL, PAOLA LÓPEZ |
Todos estos escritores despiertan en uno la pasión indómita del lector. Sus libros nos hacen viajar y en sus manos se fragua la magia más maravillosa que el ser humano puede experimentar: vivir una vida distinta de la que vive. Por eso, y aún sabiendo que no eran más que nadie, sigo fijándome en los pequeños sucesos de sus vidas, indagando en la selva de sus días, coleccionando sus anécdotas y, sobre todo, sueño con las obras que escribieron. Aquí rescato a Javier Marías cuando dijo en su libro Vidas escritasque "la posteridad cuenta siempre con la ventaja de disfrutar de las obras de los escritores sin el incordio de padecerlos a ellos". Puede ser que lleve razón. Al fin y al cabo, todas las vidas conducen a la muerte y nadie vale más que nadie. Pero hay escritores que son genios y, a pesar de la antipatía que nos pueda suscitar la persona, no queda más remedio que reconocer la devoción por sus obras, y recomendarlas. Aunque uno siempre se pregunta: ¿quién soy yo para decir a nadie que debe leer a estos tipos? El que no se acerque a ellos, eso que se pierde.
El libro "Soñaré en tus manos" (Playa de Ákaba) de Santiago Velázquez, una colección de semblanzas biográficas sobre Charles Bukowski, Stefan Zweig, Ray Bradbury o Sylvia Plath, entre otros muchos escritores, estará a la venta el próximo 5 de marzo de 2018, y desde hoy disponible en preventa.
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