GENCIA EFE
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Un año más, por el Día de Todos los Santos y por el de los difuntos, los cementerios españoles y de medio mudo se llenarán de gente que acude a recordar a sus seres queridos. ¿He dicho se llenarán? Quizá he exagerado un poco, porque si bien es cierto que una vez más estos camposantos recibirán más visitas que cualquier otro día, también es cierto que cada vez es menos la afluencia de visitantes en busca de un momento de intimidad o de conexión con aquellos a quien amaron algún día.
Vivimos de espaldas a la muerte, queremos ignorarla y vivir como si no existiera, y, este tipo de fechas conmemorativas de hechos tan desagradables nos incomoda y preferimos vestirlas con costumbres importadas que, para nosotros, sólo tienen un sentido cultural, excéntrico o festivo, y no tener, así, que recordar el verdadero significado de lo que significa celebrar un día de difuntos, un día de muertos.
Esta negación de la muerte, esta forma de vivir ignorándola, no sólo nos cuestiona cada primero de noviembre, sino que la observamos cada vez que acudimos al espectáculo de la desnaturalización que supone el enfrentarnos al fallecimiento de un ser querido. Rituales rápidos, fríos, carentes de significado alguno, son los que elegimos en numerosas ocasiones para despedir a los que nos dejan. Hemos pasado del hogar al tanatorio, de la exposición pública a la privada, de la caja abierta a la caja cerrada, y hemos logrado hacer velatorios y entierros donde el muerto deja de ser el protagonista, dónde nada parece girar en torno al que se va, donde hay que hablar de todo menos de la muerte, porque queremos pensar que dicha muerte no existe, que no nos afecta, y menos aún el dolor que esta provoca.
Mirar frente a frente la sepultura de alguien a quien hemos querido, sentir el dolor profundo de la perdida y notar el vacío del espacio que deja, nos hace conectar con nuestra propia humanidad
La cultura del éxito y la necesidad -convertida en obligación- de disfrutar de la vida parecen haber provocado que el ser humano se olvide del hecho de su propia muerte, tratando de vivir este fenómeno, cuando de forma inevitable ocurre, de la forma más rápida posible, quitando importancia a algo tan necesario como la despedida, los rituales de paso, y la reflexión sobre la dura realidad. Y no nos damos cuenta de que esta ausencia de ritos de despedida dotados de significación profunda, esta ausencia de aceptación de la muerte del otro, y, en definitiva, de la propia dimensión de mortalidad, pueden provocar que nuestros duelos se enquisten o sean elaborados con más dificultad, simplemente porque no nos enfrentamos a ellos y no llegamos a admitir con naturalidad la pérdida del otro y lo que esta supone.
Por eso hay que hacer despedidas amables, con significado, dedicándoles tiempo, y poniendo al difunto en el centro de la ceremonia, por eso es bueno, también, ir al cementerio, de vez en cuando, a poner unas flores, una oración o un pensamiento. Y estas fechas nos sugieren una buena excusa para hacerlo.
Porque mirar frente a frente la sepultura de alguien a quien hemos querido, sentir el dolor profundo de la perdida y notar el vacío del espacio que deja, nos hace conectar con nuestra propia humanidad, aceptar quienes somos y cómo dejaremos de ser.
Ir al cementerio es, quizá, algo triste y doloroso, pero la tristeza y el dolor también forman parte de esta maravillosa aventura que es la vida, con su muerte incluida y no podemos, ni debemos, de renunciar a ello si queremos sentirnos vivos.
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