El 99% de las veces que pongo excusas no tiene nada que ver con la persona cuya invitación rechazo.
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“Van a venir unas amigas a casa para tomar unas copas de vino y un picoteo. ¿Te apuntas?”.
Me hizo ilusión que una clienta me invitara. Una parte de mí quería aceptar, sobre todo porque es una persona encantadora y la mayor parte de mis interacciones sociales ahora mismo las hago con mi hijo de infantil. Sin embargo, la sola idea de quedar con un grupo de desconocidas y charlar con ellas me superaba.
“Muchas gracias por la invitación, pero esa noche ya tenía planes”, mentí. Por entonces me justificaba a mí misma; la clienta no tenía por qué saber que esos planes eran quedarme en casa yo sola viendo Netflix, pero aun así no me gustaba nada mentir. Estoy segura de que podrá leer la culpabilidad en mi rostro la próxima vez que nos veamos.
Muchas personas se emocionan cuando alguien las invita. A mí me entran náuseas. No por las personas que hayan invitado, sino porque hay personas invitadas. Aunque hasta hace pocos años no la logré identificar como tal, he sufrido ansiedad social toda mi vida.
De joven, me obligaba a socializar por muy abrumador que me resultara, ya que pensaba que tenía que superar mi “timidez”. Me decía a mí misma que el sudor frío, el temblor de las manos, las palpitaciones, la presión en la garganta, la neblina mental y mi sonrojo probablemente desaparecerían en cuanto se hubiera roto el hielo. A veces así era, pero no era lo habitual y sigue sin serlo.
Me siento cómoda con unos cuantos amigos cercanos, pero cuando el grupo crece más allá de los límites de mi círculo de confianza, noto que el monstruo de la ansiedad revive todos mis temores a ser criticada y a no parecerles suficiente. Cuando sucede esto, mi estrategia de supervivencia es aislarme: observo, escucho, me voy a un extremo de la sala y me hago amiga de las mascotas que haya en esa casa.
Cuando el grupo crece más allá de los límites de mi círculo de confianza, noto que el monstruo de la ansiedad revive todos mis temores a ser criticada.
La gente a menudo piensa que mi silencio se debe a que quiero distanciarme, pero en realidad estoy callada porque estoy sopesando todas mis palabras antes de pronunciarlas, pensando en cómo se tomarán mi aportación y temiendo que descubran el fraude que yo misma siento que soy.
Aunque parezca relajada en una interacción, me paso días y semanas diseccionándola, analizando todo en lo que creo que me he equivocado y martirizándome. Es agotador.
Como muchas otras personas, tengo ansiedad de alto funcionamiento y mi incomodidad no siempre es evidente a la vista. Mis compañeros solían decirme que siempre parecía relajada y serena, aunque yo por dentro me sentía como un caos de angustia. Asisto a eventos y a otras quedadas, ya sea por motivos profesionales, porque quiero ver a algún amigo o porque no quiero decepcionar a otros. Pero tiene un alto coste
La ansiedad social, además, es capaz de alimentar la ansiedad generalizada.
Hasta ahora he “gestionado” el problema forzándome a ignorarlo lo máximo posible y seguir como si nada, pero no es una buena estrategia.
Durante los últimos años he vivido muchos desafíos inesperados. Al final, la ansiedad me consumía hasta tal punto que no podía seguir ignorándola y me hundía en un pozo de oscuridad que me helaba el alma. No quiero volver a encontrarme en ese pozo JAMÁS. Esta experiencia me ha enseñado que mi salud mental debe ser mi prioridad. No estoy dispuesta a seguir sacrificándola.
No siempre me escaqueo de las quedadas. Cuando me encuentro bien, disfruto de la conexión social. Valoro mis amistades y la posibilidad de entablar otras nuevas. Simplemente, ciertas interacciones son más estresantes que otras y según otros factores de mi vida, necesito evitarlas para seguir sintiéndome bien. El 99% de las veces que pongo excusas no tiene nada que ver con la persona cuya invitación rechazo, sino que es un verdadero caso de “no eres tú, soy yo”.
Entonces, ¿por qué me siento culpable?
No me siento culpable por rechazar invitaciones si estoy enferma o lesionada. ¿Por qué me avergüenza admitir que me siento mentalmente frágil? Cuando fui a ver a mi médica el año pasado, no paré de disculparme por mi pánico incontrolable, por mis lloros y por querer probar los ansiolíticos, y ella me preguntó si me sentiría mal por solicitar asistencia médica si tuviera una pierna rota. ¡Claro que no!
No me siento culpable por rechazar invitaciones si estoy enferma o lesionada. ¿Por qué me avergüenza admitir que me siento mentalmente frágil?
Siento como si toda la sociedad considerara de forma errónea que una enfermedad mental es algo que se puede soportar y vencer con un poco de fuerza de voluntad. Mucha gente logra ocultarlas cuando corre el riesgo de molestar a alguien o de herir sus sentimientos (como he hecho yo durante casi toda mi vida). No obstante, aunque una enfermedad se quiera invisibilizar, no desaparece y requiere de atención sanitaria como si fuera un hueso roto o una infección.
Gracias a las recientes campañas públicas de sensibilización y al creciente número de personas que comparten sus experiencias personales, las enfermedades mentales están convirtiéndose en un tema menos tabú y yo me he atrevido a desvelar mi ansiedad social en diversas publicaciones. Ahora hay completos desconocidos que conocen el estado de mi salud mental y aun así no me atrevo a decir en persona: “Muchas gracias por invitarme, pero las reuniones sociales me provocan ansiedad y son un desafío para mí, así que tengo que rechazar”.
Seamos realistas. Si nunca has tenido problemas de ansiedad, una parte de ti pensará: “Menuda exagerada, solo es un vino y un picoteo”. Incluso te sentirás ofendido o te preguntarás si has hecho algo para ofenderme.
En cambio, si una persona rechazara una invitación porque tiene una lesión o una enfermedad física, no le darías más vueltas. Dudo mucho que te lo tomaras como algo personal. A veces miento y digo que estoy ocupada porque lo último que quiero hacer cuando evito una situación peligrosa para mí es dañar una relación.
¿Sirve como solución a largo plazo? No. Valoro la sinceridad y no me hace gracia no ser sincera con la gente, sobre todo con mis más allegados, pero ahora mismo me parece la mejor forma de lidiar con el problema. Escribir sobre ello también me ayuda a ser más valiente y a acercar la conversación a mis relaciones personales.
Espero que algún día, dentro de no mucho tiempo, rechazar una invitación por motivos de salud mental sea tan aceptable (para mí y para los demás) como decir: “Lo siento, no puedo ir, tengo la gripe”.
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