Ayer, 16 de noviembre, murió Armando Morales Sequeira, no sé si en Europa, Estados Unidos o Nicaragua…
Me guardo para mí solo muchos recuerdos personales halagadores, generosos y gratos en compañía de amigos queridos (Haber atestiguado su reconsideración de los murales de Diego Rivera en México, haberlo oído valorar a Peñalba y a Saravia en Managua, haber admirado las cinco terrazas y sus cúpulas y linternillas de la Catedral de León, y haber recorrido en Londres el Museo Británico, las salas de los mármoles griegos, y la Tate gallery…).
Muchas cosas podrían decirse de él (temperamental, arbitrario, descortés adrede, oscilante en materia político ideológica, enamorado como un adolescente, grandulón y feo como el magnífico retrato a tinta que le hizo José Luis Cuevas, etc.), pero basta una por sobre todas.
Una sola.
Fue uno de los grandes, grandísimos pintores de nuestra cultura occidental.
El pintor de Nicaragua, formado en Nicaragua.
Un pintor poeta en una república de poetas: Amó su Granada como Enrique Fernández Morales, se extasió en su muelle y sus aguas movidas con lanchas mercantes como el Pablo Antonio de Cifar, se inventó mujeres como Joaquín Pasos, grandes flores de sueño e imaginó carpas de circos, animales amaestrados, estaciones del Ferrocarril como el equilibrista y clown José Coronel Urtecho y el atleta Manolo Cuadra.
A finales de la década del cuarenta, el entonces joven Armando Morales (15 de enero de 1927- 16 de noviembre de 20011), miembro de la primera promoción de la Escuela Nacional de Bellas Artes de Nicaragua, Managua, que no pasaba la treintena de años, fue quien irrumpió en el panorama de las artes visuales del continente superando las limitaciones formales, imaginativas y conceptuales provincianas, para alcanzar una inmediata presencia y reconocimiento internacional (São Paulo, La Habana y Guatemala; Carlos Mérida en sus postreros años siempre recordaba la revelación, el deslumbre, que significó para él en 1956 Morales en un certamen donde Mérida era jurado).
Además el “Fenómeno” o “Caso Morales” trascendió fuera y dentro de Nicaragua, constituyendo toda una enseñanza e incitación plástica y llamando la atención sobre la emergente pintura nacional con unos originales, empastados y sugestivos abstractos arraigados en el mítico y misterioso universo visual americano, coetáneo de la Escuela de Nueva York, pero con la que, en aquel momento, no observaba ningún vínculo. Era un producto genuinamente nuestro; ”El árbol espanto”, hijo de las quemas agrícolas, del pensamiento mágico o fantasmagoría indígena, y de la gestualidad sugestiva nocturna.
Algunos críticos, entre ellos Damián Bayón, se preguntaban dónde se había formado Morales, lo cual remitía de inmediato a la Escuela de la pequeña Nicaragua, con una figura moderna, cosmopolita y nacional como el maestro Rodrigo Peñalba (1906-1979), recién venido de una buena temporada formativa en España, México e Italia. Sin Peñalba no hubiera habido pintura en Nicaragua, ni escuela ni promociones en las siguientes tres décadas (50 al 70), hasta tuvo la saludable refutación generacional, Praxis, en los 60. Diga la mezquindad lo que quiera decir.
Al clausurar los 50, Morales ya era dueño y señor de cuatro o cinco motivos, nada anecdóticos, que se reiteraron con distintos tratamientos y lenguajes a lo largo de su producción y de sus búsquedas, configurando un código reflejo de su vivencia y de la sociedad de Centroamérica violentada por dictadores, revueltas, golpes de estado y movimientos guerrilleros: el paisaje (junglas, lunas, árboles fantasmagóricos, de la prehistoria americana, lagos, uno de los cuales podría ser el de su infancia, el Cocibolca, el Gran Lago de Nicaragua o Lago de Granada), los desnudos femeninos en grupo, la tauromaquia española y los personajes o protagonistas de la historia continental en aquella década (prisioneros políticos o los primeros guerrilleros muertos) y la Muerte, en mayúscula.
De su primer y singular abstraccionismo, pasó en los 60 a un abstraccionismo sobrio, geométrico, textural, campos de color, collage, en los que ya se reconoce su nutritiva relación con la Escuela de Nueva York, la época de los Ferry Boat, de los azules, los rojos y los negros y de líneas pespunteadas y las ortofónicas o vitrolas (que en la Olimpiada Cultural de México en 1968, no tuvieron mucha resonancia; quizá por razones políticas). En esta década ilustró con tintas la edición de la Poesía de Tomás Merton (México, Unam), traducciones de Ernesto Cardenal y José Coronel Urtecho.
De este abstraccionismo saltó a la figuración, que no había abandonado y de ésta, a otra versión de la neofiguración o celebración, como buen erotómano, del cuerpo de la mujer en analogías o símiles frutales, peras que son nalgas, mamas que son manzanas o naranjas, glúteos con celulitis y piernas diluidas y sensuales con ojo y mano de Rubens, naturalezas vivas y cacharros relumbrantes…), sometidos sus rostros o fisonomías a atmósferas enrarecidas o ensombrecidas, habitando o permaneciendo en las plazas y los interminables pasillos y las arcadas en sombras, los infinitos espacios deshabitados, desolados hasta el miedo y los lienzos segmentados del surrealismo (a la manera de Giorgio de Chirico) y, por ende, cruzando espejos, el sueño: el recuerdo del sueño del muelle, las lanchas, la memoria infantil, la pétrea Catedral de León evocada, realidad como sueño, de donde no salía universalizándola de su ciudad natal Granada de Nicaragua, fijada en la convivencia disímil y libérrima de objetos y personajes, que daba la impresión del sueño de un circo desmontado o desmontándose: lago picado, agitado, coches, bicicletas, cuellos de caballos y caballos pastando, perros. Monos y grupos de saltimbanquis y desnudos, que al roce del surrealismo podrían transformarse en los socorridos maniquíes, maniquíes que eran estatuas y estatuas que eran cuerpos en una relación irreal. La pintura de Morales volvía a soñar con los ojos cerrados, en un acto neorromántico, para crear la poesía; no quería ver los monstruos los sueños de la razón que engendran mostros.
En las últimas décadas, dando una impresión de indecisión o de proceso a la inversa, siendo americano fue a descubrir la ya redescubierta y pintada temática europea, La Plaza de San Marcos en Venecia, la manida tauromaquia española, anterior a Picasso, y un tópico muy renacentista, el descendimiento del cuerpo de Cristo desde la cruz, con el rostro oculto es ya la puesta en el sepulcro y el otro es el descendimiento con más personajes, entre ellos los soldados con los cráneos mortuorios y calcado en una escultura inconclusa de Miguel Angel. Pero por fortuna, torna a la americanidad y su paisaje tropical mesoamericano, lo recaptura: los platanares bajo los torrenciales aguaceros o chagüitales (que algo o mucho deben al primitivismo nicaragüense, en especial a Marina Ortega) desembocando en el paisaje cafetalero, amazónico y selvático.
Foto: Armando Morales, el pintor más universal de Nicaragua.
“El último renacentista del Orbe Novo y el primer renacentista de Centroamérica, cinco siglos después, de esta otra orilla, ejecutando plásticamente la naturaleza exuberante, lujosa y lujuriosa, el vaho del primer día de la creación y el literario realismo mágico o lo real maravilloso nuestro.”
En los 80 incursionó deliberada y coherentemente en el momento histórico de restauración de Nicaragua, creando o contribuyendo a crear un nuevo imaginario y una emblemática, escenas narrativas (ilustró un poemario de Cardenal con transfiguraciones de la dictadura somocista) y retratos, su “Saga del general Sandino” (1993), tanto al óleo y en gran formato como en desigual serie litográficas a color, con un substrato de la pintura universal (el fusilamiento del héroe remite al fusilamiento de mayo de Francisco de Goya, la fotografía, los claros oscuros lunares en la montaña, no son retratos verosímiles, sino de cuerpo entero empotrados en las sombras.
Cabe advertir, que los autorretratos de Morales, que siempre tuvo por anecdóticos y que no cultivó con su acostumbrada pasión o garra, de rápida ejecución, son mejores o más logrados, que los retratos formales. Su retrato de Gabriel García Márquez ambientado en Colombia es demasiado hierático, casi pétreo y, pero el retrato de Carlos Fuentes, al margen de un brazo no resuelto, tiene toda la expresión y mirada atenta del inteligente, certera, de este gran escritor mexicano. Un verdadero juicio o elogio sobre Fuentes.
También un grafito de la poeta Daisy Zamora es un primor de soltura y captación de la modelo. La pluma de Octavio Robleto lo deja fijado en lo que siempre fue, un niño. Sin embargo, el retrato de Ernesto Cardenal al carboncillo es desafortunado. Pero con estos y aquellos reparos, Morales pasó a la historia como uno de los mayores pintores de Occidente. Bien podría disputarle a “Morales el divino”, también el calificativo de Divino.
Siempre, en todas sus etapas o períodos, en sus grafitos y carboncillos, en sus grabados, en sus acuarelas ´preparatorias, en sus esbozos, bocetos, apuntes, en sus óleos de capas raspadas con cuchillas y bisturíes, para aplicar veladuras, en sus abstractos matéricos y lineales, semiabstractos, en su neosurrealismo, en sus naturalezas muertas y en su figuración, demostró algo más, mucho más que dominio, pericia, maestría, perfección en su acabado y factura, creatividad lúdica, rapto placentero, acaso, equilibrio de clásico y romántico como el último renacentista del Orbe Novo y el primer renacentista de Centroamérica, cinco siglos después, de esta otra orilla, ejecutando plásticamente la naturaleza exuberante, lujosa y lujuriosa, el vaho del primer día de la creación y el literario realismo mágico o lo real maravilloso nuestro.
Una expresión pictórica a plenitud americana y universal.
Cincinnati, noviembre 2011
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