Inspirador interseccional y director de la Escuela de Negocios La Salle
Nuestros pequeños dramas cotidianos arrancan en cosas aparentemente nimias, pero que nos sacan de quicio. Por ejemplo cuando ves con espanto que justo a la hora a la que tienes que llegar a esa reunión tan importante es cuando más tráfico hay. O cuando descubres con horror que los dioses del tiempo se han conjurado para hacer que caiga un chaparrón después de que hayas invertido tres horas en la peluquería. O cuando te están esperando desde hace tiempo para cenar y es justo el día en que aparcar es imposible.
El fenómeno de la correlación ilusoria más o menos viene a decir que establecemos relaciones entre fenómenos cuando la conexión nos resulta significativa. Si vamos a una reunión importante y no encontramos tráfico es difícil que caigamos en la cuenta de ello, de la misma manera que si salimos de la peluquería y no llueve. Tendemos a creer que hay conexiones entre aquellas cosas que nos ocurren y que son llamativas, en particular las que significan problemas. Posiblemente porque nuestra mente está pensada para percibir las novedades, las irregularidades y, en general, lo que se sale de lo común. Sobre todo si conlleva una dificultad de la que podemos aprender para intentar evitarla en el futuro. Ir a cenar y aparcar más o menos bien, dentro de lo que en cada ciudad es esperable, no deja ninguna huella en nosotros. Pero llegar una hora tarde por culpa del aparcamiento deja un recuerdo imborrable que hace que establezcamos una relación entre una cosa y otra, cuando en realidad no la hay.
Ya sabes: la próxima vez que el tráfico esté imposible o que la lluvia amenace con arruinar tu peinado, que eso no te amargue: hay muchas otras veces, seguramente más, en las que no ha sido así, y ni siquiera lo has notado.
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