La posverdad es un paradigma comunicativo en el que la verdad no importa, sólo las emociones que se puedan crear
No sabíamos que se llamaba así, posverdad, pero cuando colgamos un chiste gracioso en una red social y nos hacemos protagonistas del salero ajeno, participamos en la posverdad, aunque seamos meros carteros de quien tuvo el ingenio y, en realidad, más sosos que una dieta vegana. Lo mismo nos pasa cuando ponemos una foto de perfil que es una versión platónica de nosotros. O al crearnos una imagen pública a coste cero en la que somos solitarios viajeros misántropos -cuando morimos por una playa familiar-; grandes animadores de tablao siendo patos mareados, solidarios deportistas en fosforito y con pulsera temática cuando no hemos corrido ni para huir de un perro, íntimos de Hohenlohe y Gunilla a pesar de nuestro mal disimulado pelo de la dehesa. La posverdad es un paradigma comunicativo imperante, en el que la verdad no importa nada, sólo las emociones que se puedan crear. Si la verdad no crea emociones que puedan mover corrientes de opinión y hasta elecciones, tiramos de la posverdad, o sea, de la mentira contemporánea que habita en internet. Que puede con todo.
Según Politifact, una agencia periodística premiada con el Pulitzer, en la campaña de Trump la inmensa mayoría de sus mensajes recurrentes eran mentiras podridas: él ha hecho campaña diciendo barbaridades y embustes, y no es que no le haya pasado nada, es que así se ha convertido en presidente de los Estados Unidos. En la campaña del Brexit, el antieuropeo Nigel Farage reconoció al día siguiente de su victoria que su principal argumento en el referéndum -el robo continental a la Islas, como el que Cifuentes o el nacionalismo catalán atribuyen cada cierto tiempo a los andaluces-era rematadamente falso. Decir mentiras sale a cuenta. Si la mentira es de calidad, puede parasitar a los grandes difusores de información de hoy, Facebook y Google, que les darán difusión gratuita. Y encima podrían los mentirosos obtener ingresos pingües de la publicidad, precisamente por su vampirismo. Un negocio basado en la trola, el infundio o el morbo: emprendedores y embaucadores. Las reglas del juego han cambiado. ¿Quién quiere verdades pudiendo manipularlas o enterrarlas, y con ello influir y ganar? Facebook y Google, los Grandes Hermanos que todo lo ven y pueden, se han erigido en árbitros mundiales, por encima de todo gobierno, y anuncian que van a eliminar a los campeones de la posverdad. ¿Quién si no lo iba a hacer? No tenemos mucha idea -al menos, hablo por mí-de la voltereta que el mundo de internet ha supuesto, sin marcha atrás, sobre nuestras vidas y el control del poder.
No hay comentarios:
Publicar un comentario