Enseguida, a mi lado, se sentó un hombre al que la vida le había abandonado o él había abandonado a la vida
Hay quien ama el metro de Nueva York y quien lo detesta. A quienes más he escuchado su rechazo por la suciedad que hay en el subway neoyorquino es a los asiáticos. Ellos sí pueden presumir de tener los metros más resplandecientes, luminosos y artísticos del mundo. Quienes amamos el metro de Nueva York quizá
sea porque muestra esa realidad de radicales contrastes donde, en el mismo espacio, se enfrentan brillos con porquerías, arte con destrozos y amores con desgracias.
A pesar de que nadie me recomienda tomar el metro de madrugada, lo hago. Es cuando más me fascina estar porque se singularizan las vidas amplificándose las mismas. Por ello viví una historia alucinante. Me senté en uno de los bancos que hay en el centro del andén mientras esperaba la llegada de mi metro. De madrugada pasan con menos frecuencia, por lo que hay más tiempo para observar. Enseguida, a mi lado, se sentó un hombre al que la vida le había abandonado o él había abandonado a la vida. Su cuerpo inflado por el alcohol debe ingerir cualquier cosa, a cualquier hora y de cualquier manera. Su piel es áspera. Un golpe enrojecido en el pómulo izquierdo delata una bronca por esos disconformismos consigo mismo frente a otro a quien le es indiferente. Poco dinero debe tener por la ropa que viste que en su día debió ser verde y que ahora parece gris. Todo es gris cuando se va muriendo. Con un gorro de lana trata o de abrigarse o de tapar su rostro. De que lo miren o de mirar. Duerme o se ha muerto provisionalmente. Dormir también es morir a ratos. Es huir de la vida. Su pantalón no le llega a los tobillos ni los calcetines le llegan a la rodilla. La pantorrilla es gorda, blanquecina, desagradable por sucia. Su calzado parecería marrón, pero seguro que recogido en alguna calle. A mi izquierda llega una pareja de enamorados. Nada mas sentarse, ella ha apoyado su cabeza en el regazo de su chico, a quien no le ha dado tiempo de dejarse caer. De pie, mientras ella ya duerme, pero no muere a diferencia de nuestro vecino, se deja acariciar por su amor. Su chico le va mesando el cabello negro con total delicadeza. Amor que llena la vida de estos dos jóvenes que tengo a mi izquierda, en el banco del andén, y la vida muerta a mi derecha de este hombre quien no es acariciado ni por el agua.
Y, yo, en medio, entre estos dos estilos de vida. Analizando los desequilibrios de este mundo donde también vivo. Sobre y bajo la tierra.
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