Foto Getty Images. |
Hace unos días alguien dejaba este mensaje en una imagen de Instagram: "No suelo pasar más de dos segundos en cada foto de Instagram, pero llevo como dos minutos extasiado con esta". Dejando al margen la imagen en concreto, el comentario escondía lo que ha supuesto la aparición de las redes sociales en la creación y difusión de las fotografías. La sobreabundancia, la velocidad a la que las imágenes llegan y se van, ha convertido el simple hecho de observar, disfrutar, recrearse y reflexionar sobre las imágenes en algo excepcional, una rémora del siglo pasado de la que nos hemos desprendido sin esfuerzo ni transición.
Después de 190 años reflejando e interpretando el mundo, la fotografía ha dado un salto cuantitativo de dimensiones impensables hace sólo unos años. El término democratización se queda corto en lo que a la fotografía se refiere. Se ha extendido de manera transversal y tiene usuarios de todas las edades (aunque la actividad es febril entre los menores de 35 años y especialmente en los adolescentes), siendo, aquí sí, una actividad casi paritaria (49 % de mujeres frente a 51 % de hombres en Instagram), no habiendo grandes diferencias entre clases sociales, no quedándose al margen casi ningún país. En diciembre, Instagram anunciaba haber llegado a 600 millones de instagrammers. Hacer una fotografía es ahora algo tan sencillo y banal como apretar un botón. Para compartirla con el mundo, basta con apretar dos botones. Y para que pase al olvido, es suficiente con un parpadeo.
En la sorprendente web de Cewe Photoworl se puede ver la evolución de imágenes compartidas segundo a segundo. En un solo minuto, siempre según Cewe, se comparten en Snapchat más de 500.000 fotografías. Unos cuantos miles más de las que se comparten vía whatsapp en los mismos segundos. Y simultáneamente, en facebook se habrán colgado 280.000 imágenes. Si sumamos a estas redes, plataformas o aplicaciones las imágenes que se publican en Flickr, 500px y otras redes similares, la cantidad daría para forrar el universo con varias capas de fotografías.
El número total de imágenes compartidas se escapa al entendimiento y es inversamente proporcional al peso, a la importancia o a la huella que esas imágenes dejan en las agotadas retinas del hombre contemporáneo. Apenas hay filtro posible, difícil separar el grano, que es muy escaso, de la paja. Ya no hay gurú, logaritmo o herramienta que pueda rescatar y destacar con acierto las imágenes verdaderamente significativas. De la imagen única e imperecedera, del instante decisivo, hemos pasado a la indigestión, a un puré infinito de imágenes, sin efecto en nuestra memoria o en el subconsciente colectivo, salvo el adormecimiento.
En esta caótica bacanal fotográfica, la fatiga ha hecho que muchos hayan dejado de pensar sobre aquello que ven, amodorrados ante tan abundante banquete visual. La pregnancia de la imagen es nula. Pero en esa montaña de fotos que no deja de crecer cada segundo, como nuestros residuos, hay joyas que merecen la pena y que tienen la capacidad de interpretar el presente o de crear nuevos mundos como en su momento hicieron las fotografías de Stieglitz, Rodchenko, Erwitt, Cartier-Bresson, Avedon, Penn, Newton y tantos otros. La diferencia, tal vez, está en que ahora el ruido no deja escuchar la melodía.
Haré un intento en este blog por reivindicar la imagen presente, aunque reconozca antes de comenzar que la búsqueda será ardua, parcial, subjetiva y reducida: un fracaso seguro. Buscaré la melodía no en las galerías y museos. Aunque hagan en muchos casos una gran labor de comisariado, necesitan tiempo y perspectiva. Y en las galerías a menudo se cae en el elitismo, víctimas de la tendencia efímera. Así que lo haré por la vía más compleja, saturada, loca y apasionante, la de las redes sociales. Y traeré a estas páginas imágenes y fotógrafos como el que encuentra una cadena de oro en el vertedero, consciente de que a veces las flores más bellas brotan de forma espontánea entre los desperdicios.
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