El escritor jerezano recibe el Premio Cervantes en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de manos de los Príncipes de Asturias, y ofrece un discurso-homenaje a la poesía y al autor del Quijote y contra el asedio de las tribulaciones.
ARANTXA CALA, ALCALÁ DE HENARES
Como un Quijote de la palabra, aunque sumergido en la razón, José Manuel Caballero Bonald es un defensor de la poesía. Y lo hace aunque su voz acatarrada a veces no le permita expresarse, no sea muy amigo de los chaqués, le aturdan los actos institucionales o haya descansado la noche anterior de una forma “estimable”. Es lo que tiene la batalla. Es incómoda, pero se puede ganar una guerra. Y en su ya dilatado trayecto humano y literario, el escritor jerezano salió ayer triunfante, como un joven guerrero, de la entrega del Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2012, que recogió de manos del Príncipe de Asturias en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares. Ceremonia a la que asistieron además el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy; el ministro de Educación, Cultura y Deporte, José Ignacio Wert; el secretario de Estado de Cultura, José María Lassalle, y numerosas personalidades de la política y la cultura. El jurado, según recoge el acta, otorgó el premio “al poeta, novelista y memorialista José Manuel Caballero Bonald por el conjunto de su obra que, como este galardón reconoce, ha contribuido a enriquecer el legado literario hispánico”.
Bonald, orgulloso y a veces emocionado, aseguró que este reconocimiento le acompañará cada día “como un motivo de estímulo, en este sobrepasado arrabal de senectud”. Y como con temor de no merecerlo, reconoció que debe hacerse merecedor del Cervantes, “como convenciéndome de que debía esmerarme para que mi trabajo literario alcanzara una suficiente validez. Sólo así iba a poder equilibrarse lo mucho que recibo con lo poco que ofrezco”.
Y como “padre y maestro mágico”, tal como dijo Rubén Darío a Verlaine, Bonald dedicó el discurso a Cervantes, “porque este premio viene a activar un vínculo siempre latente con nuestro primer y universal novelista”. “¿Qué es lo que verdaderamente le debo a Cervantes, cuánto he aprendido de él para que, en virtud de este premio, se hayan asociado su ejemplo y mi devoción? Y sólo he encontrado respuestas deficientes”, se cuestionó.
Recordó Bonald los dos tercios de siglo que hace que empezó a adiestrarse en el oficio de escritor, de lo que dijo que sí quizás se merecía un premio a la constancia. Unas sensaciones, las primeras, que a lo largo del tiempo se han ido disipando en el tiempo, “pero algo que permanece imborrable es la certeza de que me hice escritor porque antes había leído a escritores que me abrieron una puerta, me incitaron a usar su misma herramienta para interpretar la vida. Sin esa enseñanza no estaría aquí ahora. Mi biografía literaria depende tanto de los libros que he escrito como de los que he leído”.
Y de esos primeros momentos junto a la literatura tuvo Bonald “muy presente, por ejemplo, que en el colegio de los Marianistas de Jerez, cuando yo cursaba el cuarto o quinto curso de Bachillerato, tuve un profesor de literatura, culto y afectuoso, que me facilitó una especie de florilegio hecho por él de las más llamativas aventuras de don Quijote. Quizá tardara en empezar a leerlas, quizá no había superado todavía esa prevención ante lo que se supone árido o dificultoso, pero cuando lo hice libremente algo inesperado se filtró en mi capacidad receptiva. No fue ninguna lección prematura, fue simplemente una conmoción insospechada”. Fue entonces cuando medio entendió “que un libro te habla, pero también te escucha, que el hecho de elegir un libro y compartir con él una misma aventura también supone un ejercicio de libertad. Tal vez pudo ser ese el punto de partida de mis iniciales tentativas literarias”.
Y recordó en su defensa de la palabra que Cervantes fue “casi siempre un hombre de mala ventura y un poeta por lo común desdeñado. Ni siquiera hace falta añadir que la rutina o la ligereza postergaron injustamente esa vertiente de la obra cervantina. Más de una vez se ha dicho que quien escribió el Quijote no podía ser sino un gran poeta. En el Quijote, en los aparejos de su espléndida prosa, se decantan los alimentos primordiales de la poesía, esa emoción verbal”. Y en este caminar por la obra de Cervantes, subrayó el escritor jerezano que aquél inicia la publicación del corpus fundamental de su obra cuando ya rondaba los 60 años. “Ese largo silencio literario no es el silencio de quien ha elegido no hablar, sino de quien ha hecho del soliloquio un método de maduración previa de la palabra. Es el mutismo del que lo observa todo para no olvidar nada”. E insistió Bonald en ello, “en ese prolongado alejamiento de las letras a que alude Cervantes como de pasada, pero que constituye un atractivo foco de deducciones. Siempre me ha conmovido, y ahora más, imaginarme al autor del Quijote navegando sin brújula entre los boatos de la Italia renacentista o los intramuros argelinos del cautiverio, por la corte encumbrada de Felipe II o la babilónica Sevilla de finales del XVI y principios del XVII. La experiencia del escritor que no escribe, que malvive de oficios indeseados, comparece aquí como una contradicción in terminis. Más que la imagen del vencido por la vida, lo que ese Cervantes acaba sugiriendo es la del vencedor literario de todas las batallas por la libertad”.
Le debe Bonald a Cervantes algunas de sus batallas ganadas contra la simpleza del mundo exterior, que vive alejado de la riqueza del paraíso de la literatura. Y no deseó finalizar ese recuento de emociones sin hacer una mención fugaz a “mis débitos personales con la poesía, ese engranaje de vida y pensamiento que tanto amó Cervantes y que tan exiguas recompensas le proporcionó. La poesía también tiene algo de indemnización supletoria de una pérdida. Lo que se pierde evoca en sentido lato lo que la poesía pretende recuperar, esos innumerables extravíos de la memoria que la poesía reordena y nos devuelve enaltecidos, como para que así podamos defendernos de las averías de la historia”. Su propia vida es la poesía y viceversa, por eso el autor reconoció que en su obra “está implícito todo lo que pienso, y hasta lo que todavía no pienso, que ya es meritorio”. Tiene ella (la poesía) una capacidad paliativa, porque el arte tiene ese poder terapéutico para salvar a una sociedad de sus tribulaciones y menosprecios. Así, el poeta hizo un llamamiento por la “defensa de la palabra” frente a quienes pretenden quitárnosla.
Un arma que ya empuñó Cervantes, y que ayer esgrimió Bonald desde su tribuna.
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