sábado, 8 de abril de 2017

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                                                                         TRIBUNA


ESTEBAN FERNÁNDEZ-HINOJOSA
Médico

Si el ciudadano deja de ser un convidado de piedra y de contemporizar con la soledad, se convierte en impulsor del cambio social

Humanismo cívico
Algunos refinados agoreros, como poseídos por una suerte de juicio apodíctico, sienten la destrucción de lo bueno del mundo y hablan con nostalgia de la desaparición de la cultura humanista. Aun reconociendo que el arte de nuestro tiempo se ha tornado en algo trivial y espectacular, o en objeto esotérico, más idóneo para alambicadas interpretaciones filosóficas, el estado de las cosas se empeña en poner a patinar dichos juicios sobre aceite. Ocurre que un nuevo ciudadano, distinto y distante del convencional, de aquel que lo fuera en la modernidad y posmodernidad, ha comenzado a descollar en silencio y con paso firme. Uno más comprometido con la acción humana. En esta época de cambios, pagar impuestos, percibir prestaciones o votar no evoca sentimiento alguno de ciudadanía. Una mayoría ha adoptado el papel protagónico, libre y cívico para ofrecer su aportación a la sociedad que le toca vivir. Me pregunto si no será esta la almendra de la más elevada forma de democracia conocida: la paulatina sustitución del desproporcionado intervencionismo estatal por el predominio de una activa intervención de ciudadanos en proyectos públicos relevantes. Durante la modernidad y posmodernidad, el centro y vértice de la vida social ha sido el Estado, que tanto ha tenido que ver con el desencanto y la frustración de la cultura y el consiguiente hastío generado en la mujer y el hombre corriente. Ahora los afanes y responsabilidades cívicas de estos se inclinan hacia iniciativas de índole más ética y cultural, creadoras de sentido y de autorrealización de la propia identidad.
Sólo hay que otear los movimientos cívicos de ayuda a países que sufren catástrofes naturales o a países en desarrollo, de asociaciones vecinales que se organizan para mejorar las condiciones de vida de los emigrantes, para levantar colegios públicos o bibliotecas municipales en pequeñas ciudades. Qué decir del voluntariado en grandes incendios forestales o al servicio de migraciones masivas de seres humanos que huyen de las guerras o de asociaciones asistenciales a disminuidos psíquicos o físicos… Estas y otras iniciativas -la larga nómina de ejemplos ocuparía la completa extensión de este artículo- dan cauce al humanismo cívico, a la nueva responsabilidad que sienten las personas respecto de la orientación y desarrollo de su dimensión social y ecológica. Bien pudiera ser éste el cauce natural a la llamada a la realización existencial que todo ser humano percibe, dentro de la comunidad universal, para cuidar su mundo y su planeta. Una toma de conciencia como protagonista y responsable de su sociedad, que emerge junto a la emoción de pertenecer a una comunidad en tanto que ámbito irrenunciable para el florecimiento humano.
Tal vez estemos ante los últimos estertores de un menguado modo de pensar, basado en los restos de ideologías decimonónicas, de cuño liberal y socialista, arrastrados hasta el llamado tecnosistema actual, ese triángulo de poder, dinero e influencia -Estado, mercado y medios- entre cuyos planteamientos no cuenta ni el ciudadano corriente, ni el "mundo de la vida", como llaman los sociólogos a la dimensión de las relaciones interpersonales. Todo lo cual ha inoculado en la sociedad un veneno de descontento, en forma de apatía, conformismo y trastornos psicosomáticos, que aún no se ha logrado aligerar. Las sociopatías de entre-épocas padecidas bien pudieran hallar tratamiento en esta nueva trama vincular, sutil y ascendente que discurre desde la amplia base ciudadana hacia esas estructuras abstractas y universales. Ortega así lo vio.
Para aquellas democracias en las que el conocimiento es más importante que la producción y transformación de materias primas, la apuesta por una sociedad civil portadora de un ethos ciudadano renovado en sus asociaciones, fundaciones y movimientos de voluntariado puede significar la salida del atolladero ético y político en el que se encuentran atascadas. No se trata de ninguna novedad, sino de la actualización de principios de política clásica, según los cuales la sociedad es anterior al Estado, y el bien común al interés individual. Esta vieja forma de humanismo emerge de la autonomía social, légamo fecundo de los mundos vitales, y no está dispuesto a olvidar esa fuente originaria de sentido, manantial de riqueza desde donde toda relación humana surge y a donde retorna. Si el ciudadano deja de ser un convidado de piedra y deja de contemporizar con la más insalubre de las desgracias, es decir, con la soledad, se convierte en impulsor del cambio social y tal vez entonces los hospitales públicos dejen de ser el ágora de nuestras globalizadas ciudades

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