TRIBUNA
La posibilidad de un triunfo de las tendencias anti-UE en varios países constituye sin duda una amenaza para esta construcción tan laboriosamente lograda
La Europa de los náufragos |
El pasado 6 de marzo, cuatro jefes de Gobierno de países de la Unión Europea (Francia, Alemania, Italia y España) reunidos, a través de los medios de comunicación, pretendían transmitir la idea de que la Unión estaba viva, sus líderes principales controlaban la situación e iban a poner en marcha medidas para atajar la crisis política. La más comentada de todas: la Europa a dos velocidades.
Sin embargo, la capacidad tranquilizadora de esta imagen es muy escasa. De entrada, todos sabemos que los reunidos están en la cuerda floja: uno porque no tardará en abandonar la presidencia de la República y los otros tres porque su continuidad en el cargo no está asegurada a corto plazo.
La posibilidad de un triunfo de las tendencias antiunionistas en varios países de Europa constituye sin duda una amenaza para esta construcción tan laboriosamente lograda, como frágil y débil. Y lo que es aún peor, sin un proyecto claro de cara al futuro capaz de aglutinar e ilusionar a sus ciudadanos, salvo el de resistir. Lo que hace tan sólo unos años parecía imposible -que se rompiera la Unión-, hoy se nos muestra como una realidad. Sabíamos que el Reino Unido se había incluido sin una integración plena; pero tras el Brexit se ha convertido en un ejemplo a seguir para algunos países que ya barajaban, aunque en minoría, tal posibilidad. Aunque no todas las naciones de la Unión se hallen en la misma situación de los británicos, si su secesión resultara exitosa, otros tantos miembros podrían emprender un proceso similar.
Varias son las razones que están impulsando, cada vez a mayor número de europeos, a desear el desenganche. Una de ellas es la parálisis de la Unión. Tras el euro, apenas se han dado pasos que la fortalezcan seriamente. Un hito importante en dicho estancamiento ha sido el rechazo de la pretendida, y muy discutida, constitución europea. Fallido el intento, tan sólo se han ido logrando acuerdos parciales, pero sin avances en lo fundamental (defensa y política exterior únicas, mayor poder al Parlamento, etc.). Y, además, si una institución deja de gozar de prestigio, la burocracia que genera, las medidas económicas que pretende, se hacen cada vez más insoportables entre quienes deben acatarlas. Esto representa un terreno abonado para que las reivindicaciones nacionalistas y populistas en favor de la secesión, nunca apagadas del todo, prosperen. La mayoría de los europeos se identifican más con su terruño, su lengua y sus singularidades que con una supranación abstracta y de poco fuelle.
La sucesiva admisión en el seno de la Unión de tantos países con situaciones tan diferentes y su elevado número de socios, hacen prácticamente inviable hallar una voz común en temas fundamentales.
A esto se une la falta de líderes con la suficiente capacidad y altura de miras para llevar a sus pueblos hacia una unión más plena. La época de los grandes forjadores de la CE queda ya lejos. ¿Hasta qué punto los actuales están en condiciones de afrontar los retos internos y externos que nos amenazan?
Así, la propia capacidad defensiva de la Unión. Arropada por los EEUU, con los conflictos lejos de sus fronteras, Europa ha podido sostener el pacifismo que se viene afianzando entre sus ciudadanos desde los años sesenta, permitiéndole una drástica reducción de gastos militares y una imagen edulcorada de sus ejércitos. Pero, ¿será esto factible en las próximas décadas, tras los cambios producidos a Oriente y Occidente?
No menos dificultades plantea el permanente chorreo de la emigración. Su visión multiculturalista no deja de estar basada en planteamientos bien intencionados, pero irreales, sobre todo cuando se trata de culturas con unas raíces muy diferentes a las nuestras. ¿Qué hacer frente al crecimiento expansivo de la población musulmana, por lo general mal integrada, pero consciente de su fuerza? En contraste, Europa no ha ido más allá de la formulación de unas bases favorecedoras de la imparable caída demográfica y de un laicismo de ribetes anticristianos, produciendo la consiguiente desvinculación cultural y social de sus raíces. La tolerancia per se, sin unas convicciones sólidas, no sirve de mucho.
El tiempo juega en su contra. Si queremos preservar la Unión de sus enemigos, propios y ajenos, hay que mirar hacia los puntos débiles que la socavan. La solución de las dos velocidades, avalada por presidentes en situación de jubilación, sólo puede esperar la lógica contestación de los miembros afectados, suponiendo que, estatutariamente y sin acometer antes una reforma de calado, pueda llevarse a cabo.
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