El creador de 'Makoki', personaje emblemático del underground de los 80, cultiva ahora el género biográfico en los que narra su relación con su hija autista.
ELENA LLOMPART
El Capitán Trueno o Pulgarcito hicieron que Miguel Gallardo (Lérida, 1955), siendo niño, se fijara en el mundo del cómic. El creador de Makoki, personaje emblemático del underground de los 80, cultiva ahora el género biográfico, como atestiguan el galardonado María y yo y el reciente María cumple 20 años, en los que narra su relación con su hija autista. Durante su participación en el Salón Internacional del Cómic de Huelva, el dibujante presentó estos proyectos, así como un cómic solidario para Intermon Oxfam sobre la cooperación en República Dominicana incluido en el libro Viñetas de vida.
-¿Qué queda de la época de El Víbora?
-Mucho. Las cosas se posan y luego tienen un resultado. Es lo mismo que el 15-M: mucha gente se pensó que aquello ocurrió y se acabó, pero todos los movimientos que hay ahora vienen de eso. Con El Víbora hicimos una revolución en el cómic que se ha visto en estos años. Hasta que llegamos, el cómic era de aventuras, del espacio y el oeste. Nosotros empezamos a hablar de lo que pasaba en la calle.
-¿La irrupción de Makoki en escena fue pretendida?
-Fue de chamba. Acabé mi carrera académica y entré a trabajar en un estudio que hacía spots para televisión en la que conocí a Mediavilla. Cuando vimos que nuestra carrera en el mundo de los dibujos animados no iba a ningún sitio nos fuimos a vivir a un piso. Nos gustaban los cómics, empezamos a publicar aquí y allá y por casualidad me pidieron una colaboración en un diario de música. Entonces se me ocurrió coger esta historia de Makoki y a partir del segundo número Mediavilla hizo los guiones.
-¿Cómo fue el éxito?
-De andar por casa, entonces no había los medios de ahora. Pero empezamos a recibir el feedback de los lectores. El cómic tenía el lenguaje de la gente de la calle, de las drogas y, de pronto, estábamos haciendo una historieta. Teníamos la misma edad que nuestros lectores y en España había una revolución. Franco estaba a punto de morir y había dos grupos: el mundo adulto que pasó la guerra y los jóvenes, que queríamos fiesta. Nos convertimos en un icono.
-En Un largo silencio narra la experiencia de su padre, militar republicano en la Guerra Civil. ¿Qué le llevó a contar su historia?
-A los 20 años me enteré de que estuvo en la guerra. Él estaba destinado en Lérida, en la compañía eléctrica Fecsa, y el ambiente era muy cerrado. Vivíamos en un país opresivo, negro y con miedo. Una vez que murió Franco, y gracias al Gobierno socialista, se recuperaron los grados militares y mi padre recuperó su antigüedad, su carné, la entrada al economato militar y todas estas cosas. A partir de ahí decidí hacer la historia.
-¿Con qué material contó?
-Cuando acabó la guerra, mi padre se fue a Francia, donde estuvo prisionero y luego también estuvo preso en España. Sólo tenía un par de fotos, pero documentos muy interesantes. Había guardado, por ejemplo, documentos del campo de concentración. La idea era incorporarte a la vida, encontrar trabajo. Pero todos los que habían estado en el bando republicano y habían tenido algún tipo de mando estaban apestados. Tengo un aval de un falangista que vivía en Barcelona (y al que mi padre no vio en la vida) que pone que mi padre era una persona de orden, previo pago. Gracias a estos avales mi padre pudo entrar en la compañía eléctrica.
-¿Son efectivos los movimientos de Recuperación de la Memoria Histórica?
-Cada dos por tres los están interrumpiendo. El hecho de que digan que la gente de la memoria histórica se acuerda de sus muertos cuando hay subvenciones demuestra que sigue habiendo dos Españas, como en la Guerra Civil: los que ganaron y los que perdieron. Es muy injusto que la gente no tenga derecho a saber dónde está enterrado su abuelo o su padre.
-¿La guerra no está superada?
-He estado en Chile y en Argentina, países que habiendo vivido golpes de Estado más cercanos cuentan museos de memoria histórica. Pero aquí no. No se han arreglado las cosas por mucho que la gente diga que ya pasó y que está olvidado. No, no se ha olvidado para nada. Todavía hay muchas calles en España que se llaman generalísimo Franco. La Transición fue una mierda de arreglo pactado en el que se pasaba un telón y ya estaba, pero eso no es justicia. Franco nunca fue juzgado por sus crímenes y parece que es intocable. No se ha hecho justicia. Los alemanes han intentado arreglar todos los desaguisados de la guerra pero aquí parece que no hubiera pasado nada y para un país eso es muy malo, ya que las heridas siempre quedan y pasan de padres a hijos.
-En 2007 lanzó María y yo, sobre un viaje que hizo con su hija, que es autista. ¿Cómo encajó su discapacidad?
-Todos los padres de niños con discapacidad pasan por las mismas fases: negación, culpabilidad, el duelo por el hijo que esperaba y no ha venido, y la adaptación. Al principio fue una etapa dolorosa y solitaria porque nadie te entiende. María no tuvo un diagnóstico hasta los ocho años.
-¿Cuánto queda por hacer?
-Todo. La discapacidad no está aceptada. Lo único que entiende la gente es la discapacidad física y el logotipo de la silla de ruedas. Cuando algún político quiere hacer algo por la discapacidad construye una rampa. Pues resulta que a María le dan miedo. En España hay diagnosticadas unas 400.000 personas con discapacidad psíquica, el 10% de la población. Y el 1% tiene autismo.
-¿Qué es lo más duro?
-Muchas cosas. En el último libro que he hecho, María cumple 20 años, al final hay una reflexión un poco más amarga. María ya es enorme y cuando va por la calle se hace notar. El futuro siempre está dando vueltas y te lo encuentras a un palmo. Los padres quisiéramos estar siempre ahí, protegerlos de todo. Los recursos son una porquería, no hay ayudas, y María tiene un grado de dependencia muy alto.
-¿Qué problemas tienen las familias?
-Los autistas tienen conductas socialmente no aprobadas, como los chillidos y los movimientos raros, y a las familias les cuesta salir a la calle, ir a cenar o viajar. Te topas con la incomprensión de la gente, que mira y se extraña. Lo último que hacen es echarte una mano. Por otra parte, hay toda una serie de problemas tan chorras como buscar a un ginecólogo o un dentista. ¿Sabes lo que supone para María sentarse en la consulta?
-¿Qué actitud ha adoptado?
-La de esto es lo que hay. No me preocupa si María sabe leer, escribir o vestirse sola, sino que sea feliz. Al venir de un medio más artístico, me fijo en otras cosas o soy activista en otro tipo de cosas. Me revientan las campañas de solidaridad. Las campañas de calendarios con un futbolista y un niño con síndrome de Down me parecen una chorrada muy grande que sólo benefician al futbolista.
-¿Qué queda de la época de El Víbora?
-Mucho. Las cosas se posan y luego tienen un resultado. Es lo mismo que el 15-M: mucha gente se pensó que aquello ocurrió y se acabó, pero todos los movimientos que hay ahora vienen de eso. Con El Víbora hicimos una revolución en el cómic que se ha visto en estos años. Hasta que llegamos, el cómic era de aventuras, del espacio y el oeste. Nosotros empezamos a hablar de lo que pasaba en la calle.
-¿La irrupción de Makoki en escena fue pretendida?
-Fue de chamba. Acabé mi carrera académica y entré a trabajar en un estudio que hacía spots para televisión en la que conocí a Mediavilla. Cuando vimos que nuestra carrera en el mundo de los dibujos animados no iba a ningún sitio nos fuimos a vivir a un piso. Nos gustaban los cómics, empezamos a publicar aquí y allá y por casualidad me pidieron una colaboración en un diario de música. Entonces se me ocurrió coger esta historia de Makoki y a partir del segundo número Mediavilla hizo los guiones.
-¿Cómo fue el éxito?
-De andar por casa, entonces no había los medios de ahora. Pero empezamos a recibir el feedback de los lectores. El cómic tenía el lenguaje de la gente de la calle, de las drogas y, de pronto, estábamos haciendo una historieta. Teníamos la misma edad que nuestros lectores y en España había una revolución. Franco estaba a punto de morir y había dos grupos: el mundo adulto que pasó la guerra y los jóvenes, que queríamos fiesta. Nos convertimos en un icono.
-En Un largo silencio narra la experiencia de su padre, militar republicano en la Guerra Civil. ¿Qué le llevó a contar su historia?
-A los 20 años me enteré de que estuvo en la guerra. Él estaba destinado en Lérida, en la compañía eléctrica Fecsa, y el ambiente era muy cerrado. Vivíamos en un país opresivo, negro y con miedo. Una vez que murió Franco, y gracias al Gobierno socialista, se recuperaron los grados militares y mi padre recuperó su antigüedad, su carné, la entrada al economato militar y todas estas cosas. A partir de ahí decidí hacer la historia.
-¿Con qué material contó?
-Cuando acabó la guerra, mi padre se fue a Francia, donde estuvo prisionero y luego también estuvo preso en España. Sólo tenía un par de fotos, pero documentos muy interesantes. Había guardado, por ejemplo, documentos del campo de concentración. La idea era incorporarte a la vida, encontrar trabajo. Pero todos los que habían estado en el bando republicano y habían tenido algún tipo de mando estaban apestados. Tengo un aval de un falangista que vivía en Barcelona (y al que mi padre no vio en la vida) que pone que mi padre era una persona de orden, previo pago. Gracias a estos avales mi padre pudo entrar en la compañía eléctrica.
-¿Son efectivos los movimientos de Recuperación de la Memoria Histórica?
-Cada dos por tres los están interrumpiendo. El hecho de que digan que la gente de la memoria histórica se acuerda de sus muertos cuando hay subvenciones demuestra que sigue habiendo dos Españas, como en la Guerra Civil: los que ganaron y los que perdieron. Es muy injusto que la gente no tenga derecho a saber dónde está enterrado su abuelo o su padre.
-¿La guerra no está superada?
-He estado en Chile y en Argentina, países que habiendo vivido golpes de Estado más cercanos cuentan museos de memoria histórica. Pero aquí no. No se han arreglado las cosas por mucho que la gente diga que ya pasó y que está olvidado. No, no se ha olvidado para nada. Todavía hay muchas calles en España que se llaman generalísimo Franco. La Transición fue una mierda de arreglo pactado en el que se pasaba un telón y ya estaba, pero eso no es justicia. Franco nunca fue juzgado por sus crímenes y parece que es intocable. No se ha hecho justicia. Los alemanes han intentado arreglar todos los desaguisados de la guerra pero aquí parece que no hubiera pasado nada y para un país eso es muy malo, ya que las heridas siempre quedan y pasan de padres a hijos.
-En 2007 lanzó María y yo, sobre un viaje que hizo con su hija, que es autista. ¿Cómo encajó su discapacidad?
-Todos los padres de niños con discapacidad pasan por las mismas fases: negación, culpabilidad, el duelo por el hijo que esperaba y no ha venido, y la adaptación. Al principio fue una etapa dolorosa y solitaria porque nadie te entiende. María no tuvo un diagnóstico hasta los ocho años.
-¿Cuánto queda por hacer?
-Todo. La discapacidad no está aceptada. Lo único que entiende la gente es la discapacidad física y el logotipo de la silla de ruedas. Cuando algún político quiere hacer algo por la discapacidad construye una rampa. Pues resulta que a María le dan miedo. En España hay diagnosticadas unas 400.000 personas con discapacidad psíquica, el 10% de la población. Y el 1% tiene autismo.
-¿Qué es lo más duro?
-Muchas cosas. En el último libro que he hecho, María cumple 20 años, al final hay una reflexión un poco más amarga. María ya es enorme y cuando va por la calle se hace notar. El futuro siempre está dando vueltas y te lo encuentras a un palmo. Los padres quisiéramos estar siempre ahí, protegerlos de todo. Los recursos son una porquería, no hay ayudas, y María tiene un grado de dependencia muy alto.
-¿Qué problemas tienen las familias?
-Los autistas tienen conductas socialmente no aprobadas, como los chillidos y los movimientos raros, y a las familias les cuesta salir a la calle, ir a cenar o viajar. Te topas con la incomprensión de la gente, que mira y se extraña. Lo último que hacen es echarte una mano. Por otra parte, hay toda una serie de problemas tan chorras como buscar a un ginecólogo o un dentista. ¿Sabes lo que supone para María sentarse en la consulta?
-¿Qué actitud ha adoptado?
-La de esto es lo que hay. No me preocupa si María sabe leer, escribir o vestirse sola, sino que sea feliz. Al venir de un medio más artístico, me fijo en otras cosas o soy activista en otro tipo de cosas. Me revientan las campañas de solidaridad. Las campañas de calendarios con un futbolista y un niño con síndrome de Down me parecen una chorrada muy grande que sólo benefician al futbolista.
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