Catedrático de Filosofía de la Ciencia en la Universidad Carlos
Imagen: ISTOCK |
Es común entre quienes promueven la atención a la ciencia y la tecnología el empleo como argumento principal del argumento utilitario: la ciencia y la tecnología deben ser promovidas porque son útiles económicamente. Son "inversión y no gasto", se dice habitualmente. No diré que sea un mal argumento o que sea falso. Ciertamente, la ciencia y la tecnología son útiles en plazos medios o largos, pero no siempre lo son para quienes las crean o para las sociedades que lo hacen, a veces son más "útiles" las políticas de la copia y el royalty que las del apoyo incondicional a la creación y la cultura científica y tecnológica. Es necesario buscar argumentos más sólidos políticamente, por más que sean menos vendibles en términos de propaganda.
Quizás deberíamos cavar un poco más para encontrar cómo las raíces de la ciencia y las de la democracia son las mismas y descubrir que si se secan las de una se secan las de la otra. Ciencia y democracia se determinan y se limitan mutuamente: la ciencia y la tecnología hacen posibles formas sociales deseables de democracia; la democracia hace posibles formas deseables de ciencia.
Por un lado, la cultura científica y tecnológica limita las democracias posibles. En formas primitivas y comunales de democracia, la simple palabra en un foro público donde todos los miembros pueden participar es suficiente. Basta el sentido común. En las formas complejas de estados nación democráticos que nacieron en el siglo XIX, era necesaria la comprensión del mundo a través de una cierta educación científica. Sin alfabetización universal y sin el conocimiento rudimentario de algunas bases científicas era imposible la institucionalización de la democracia, de otro modo los estados nación devendrían puras oligarquías, por más que sus formas fueran aparentemente democráticas. En una sociedad globalizada, en una sociedad del acceso como la que vivimos, la comprensión, al menos elemental, de los entornos tecnológicos hace del conocimiento una puerta básica de acceso a los flujos de información sobre los que se asienta la democracia. Este conocimiento básico ya no es posible con simples instituciones educativas primarias, como ocurría en la época de la alfabetización, ahora son necesarios complejos de investigación y educación que sean a la vez creativos y distribuidores de conocimiento.
Las democracias contemporáneas se asientan sobre políticas públicas de sanidad, medio ambiente, seguridad, control de la economía o educación. Todas ellas exigen una capacitación científica y tecnológica avanzada. El conocimiento experto forma ya parte central del funcionamiento de las instituciones y no simplemente un dispositivo instrumental periférico. Sería imposible, por ejemplo, el derecho y la aplicación de la ley sin medios científicos avanzados. Imaginemos por un momento una policía del siglo pasado enfrentada a la nueva delincuencia financiera o sin conocimientos de bioingeniería. En este sentido, pues, la investigación ha dejado de ser una ocupación pura de la "república de la ciencia" para disolverse de formas intersticiales por todas las tramas que articulan la sociedad.
Deberíamos decir que sin ciencia no hay futuro democrático, y a la vez que, sin democracia, no hay futuro científico.
Por otro lado, no todas las formas de ciencia y tecnología son compatibles con las sociedades democráticas. Las sociedades de expertos deben acomodarse a una sociedad democrática para que puedan ser legitimadas por la sociedad. La primera de las condiciones es el abandono del elitismo experto. Ya no es posible un sistema científico que se sitúe a un lado de la brecha del conocimiento como si el resto de la ciudadanía estuviese formado por ignorantes que deben asentir a los consejos superiores de los miembros de la comunidad de científicos e ingenieros. La ciencia interviene en la democracia como juez y como parte. Hay ya una sospecha fundada de que no pocas veces se interviene en la sociedad por intereses corporativos o por intereses de parte. El sistema de investigación debe aceptar el control, el examen y la controversia pública para que, a su vez, pueda ser legitimado democráticamente su voz experta.
Aceptar el escrutinio público y la controversia no debilita, sino que enriquece, al sistema científico. Le obliga a una continua autoevaluación y reexamen de sus contenidos y métodos, de su modo de organización. John Desmond Bernal ya enseñó a mediados del siglo pasado que la ciencia había dejado de ser una actividad individual de nobles desinteresados para convertirse en una producción cooperativa más parecida a la industria que a los pasillos y despachos de la universidad decimonónica. La producción social del conocimiento obliga pues a que la sociedad democrática se pregunte por cómo se financia, organiza, produce y distribuye el conocimiento.
A pesar de que decimos a menudo que los partidos conservadores no se preocupan de la ciencia y la tecnología, lo cierto es lo contrario. Los partidos conservadores son activistas de la ciencia y la tecnología, lo que ocurre es que lo hacen de una forma determinada: se concentran los fondos y medios personales y científicos al servicio de las grandes corporaciones del mercado; se cultivan prioritariamente las especialidades que son "útiles" a esos mismos intereses; se diluye el carácter público del sistema de investigación en entidades cuasi-privadas, sometidas cada vez más al mercado mundial de servicios educativos y de investigación; se crean aparatos burocráticos aparentemente autónomos pero realmente sometidos al control político para regular la dinámica del sistema de investigación y adaptarla a un proyecto bien definido de reparto mundial del poder económico y político. Como en otros muchos casos, la sumisión voluntaria es parte necesaria en la consecución de estos proyectos. Así, encontramos que los sistemas de investigación generan su propia burocracia gestora al servicio de los intereses corporativos, aunque se disfrace de defensa de una ciencia autónoma, desinteresada por otra cosa que la calidad y excelencia de la investigación.
A pesar de que decimos a menudo que los partidos conservadores no se preocupan de la ciencia y la tecnología, lo cierto es lo contrario. Los partidos conservadores son activistas de la ciencia y la tecnología, lo que ocurre es que lo hacen de una forma determinada: se concentran los fondos y medios personales y científicos al servicio de las grandes corporaciones del mercado; se cultivan prioritariamente las especialidades que son "útiles" a esos mismos intereses; se diluye el carácter público del sistema de investigación en entidades cuasi-privadas, sometidas cada vez más al mercado mundial de servicios educativos y de investigación; se crean aparatos burocráticos aparentemente autónomos pero realmente sometidos al control político para regular la dinámica del sistema de investigación y adaptarla a un proyecto bien definido de reparto mundial del poder económico y político. Como en otros muchos casos, la sumisión voluntaria es parte necesaria en la consecución de estos proyectos. Así, encontramos que los sistemas de investigación generan su propia burocracia gestora al servicio de los intereses corporativos, aunque se disfrace de defensa de una ciencia autónoma, desinteresada por otra cosa que la calidad y excelencia de la investigación.
Las controversias externas e internas son signos de madurez y de permeabilidad de la ciencia a la democracia. Son controversias que ellas mismas son investigación sobre la investigación, autodescubrimiento de los propios defectos de organización y disputas sobre los modos de producción, gobernanza y distribución. Son ventanas a la esfera pública que hacen que el sistema científico sea sensible a los modos de organizar el mundo. Decimos que sin ciencia no hay futuro. Deberíamos decir que sin ciencia no hay futuro democrático, y a la vez que, sin democracia, no hay futuro científico.
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