Nadie sabe con seguridad quiénes son, ni los intereses que defienden, pero ha venido mermando la capacidad de los políticos para decidir sobre el devenir económico de sus países.
JOAQUÍN AURIOLES |
LOS intereses políticos han estado marcados por los religiosos la mayor parte de la historia y viceversa, aunque probablemente lo habitual haya sido la prevalencia de los primeros sobre los segundos. Todo comenzó a cambiar con la revolución industrial y con el ascenso de la burguesía a las cercanías del poder. Los países que estuvieron a la cabeza de este movimiento también se pusieron al frente del mundo y allí se mantuvieron durante más de dos siglos, desplazando de la esfera internacional a los que, como España, decidimos permanecer recluidos en la vieja moral conservadora dictada por el clero y la nobleza.
El convulso siglo XIX terminó con la gran guerra y la revolución soviética y con una fuerte convulsión en las estructuras de poder a escala mundial. Nobles, obispos y burgueses tuvieron que asistir a la ocupación de sus antiguos espacios de privilegio por una clase política emergente. La nueva oligarquía proponía levantar los cimientos de una nueva sociedad a partir de códigos éticos completamente renovados que conocemos como ideologías. Diferentes modelos de respuesta al problema de la gente que, desencantada con el mundo en el que vivía, buscaba un nuevo sentido para sus vidas, pero que con el paso del tiempo fueron perdiendo vigor, a medida que se desmoronaban los regímenes de base autoritaria, es decir, los de partido único y férreo control de la sociedad por parte del estado.
No estoy seguro si la globalización vino de la mano de la desregulación o al revés, pero lo cierto es que gracias a ambas una nueva oligarquía ha conseguido introducirse por los entresijos de la democracia triunfante tras la caída del muro de Berlín. Lo ha hecho de manera sutil y sin dar la cara. Casi sin darnos cuenta, ha venido mermando sistemáticamente la capacidad de los políticos para decidir sobre el devenir económico de sus países, aunque nadie sabe con seguridad quiénes son, ni los intereses que defienden.
Incluso filtrando las fuentes y limitándonos a las publicaciones de mayor prestigio, la conclusión forzosa es que sus perfiles son difusos, pero también que al menos la mayoría de las grandes corporaciones financieras están detrás de la iniciativa de limitar el enorme potencial desestabilizador de políticos corruptos o incompetentes. En cierto modo aprovechan la inercia de las tensiones en torno al movimiento "no nos representan", pero se benefician de la legitimidad que otorga la democracia, incluso para promover la intervención de los gobiernos europeos a favor de la banca, incluyendo el alemán utilizando a Grecia como intermediario de este proceso.
La impresión, sin embargo, es que proliferan las situaciones que escapan del control de esta nueva oligarquía global. El problema podría estar en la posibilidad que tiene cualquier persona para informarse de manera completa e inmediata sobre cualquier asunto y esto se traduce en dificultades, aparentemente no bien evaluadas, en sus relaciones con el poder político. Por un lado, porque plantea mayor exigencia de transparencia, frente al tradicional oscurantismo de los aparatos. Por otro, por la amenaza populista, que exige elevar el rango de la pedagogía política y la ejemplaridad.
El convulso siglo XIX terminó con la gran guerra y la revolución soviética y con una fuerte convulsión en las estructuras de poder a escala mundial. Nobles, obispos y burgueses tuvieron que asistir a la ocupación de sus antiguos espacios de privilegio por una clase política emergente. La nueva oligarquía proponía levantar los cimientos de una nueva sociedad a partir de códigos éticos completamente renovados que conocemos como ideologías. Diferentes modelos de respuesta al problema de la gente que, desencantada con el mundo en el que vivía, buscaba un nuevo sentido para sus vidas, pero que con el paso del tiempo fueron perdiendo vigor, a medida que se desmoronaban los regímenes de base autoritaria, es decir, los de partido único y férreo control de la sociedad por parte del estado.
No estoy seguro si la globalización vino de la mano de la desregulación o al revés, pero lo cierto es que gracias a ambas una nueva oligarquía ha conseguido introducirse por los entresijos de la democracia triunfante tras la caída del muro de Berlín. Lo ha hecho de manera sutil y sin dar la cara. Casi sin darnos cuenta, ha venido mermando sistemáticamente la capacidad de los políticos para decidir sobre el devenir económico de sus países, aunque nadie sabe con seguridad quiénes son, ni los intereses que defienden.
Incluso filtrando las fuentes y limitándonos a las publicaciones de mayor prestigio, la conclusión forzosa es que sus perfiles son difusos, pero también que al menos la mayoría de las grandes corporaciones financieras están detrás de la iniciativa de limitar el enorme potencial desestabilizador de políticos corruptos o incompetentes. En cierto modo aprovechan la inercia de las tensiones en torno al movimiento "no nos representan", pero se benefician de la legitimidad que otorga la democracia, incluso para promover la intervención de los gobiernos europeos a favor de la banca, incluyendo el alemán utilizando a Grecia como intermediario de este proceso.
La impresión, sin embargo, es que proliferan las situaciones que escapan del control de esta nueva oligarquía global. El problema podría estar en la posibilidad que tiene cualquier persona para informarse de manera completa e inmediata sobre cualquier asunto y esto se traduce en dificultades, aparentemente no bien evaluadas, en sus relaciones con el poder político. Por un lado, porque plantea mayor exigencia de transparencia, frente al tradicional oscurantismo de los aparatos. Por otro, por la amenaza populista, que exige elevar el rango de la pedagogía política y la ejemplaridad.
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