l rechazo de la inmunización pone en peligro la salud de toda la comunidad
- El caso de Olot dispara un 23% la vacunación de difteria en Cataluña
La difteria se daba por desaparecida en España gracias a la
vacunación sistemática de toda la población infantil. El último caso se
registró en 1987. Casi tres décadas después, la enfermedad reaparece de nuevo
en Olot con el contagio de un niño de seis años que permanece ingresado en
estado grave. Los padres habían rechazado inmunizar a sus hijos siguiendo la
corriente antivacuna que desde hace algún tiempo se extiende en determinados
círculos de medicina alternativa. Este contagio pone de manifiesto los graves
efectos de ciertas teorías que, sin base científica, dudan sobre la bondad de
la vacunación infantil.
Estas corrientes surgieron a raíz de estudios que alertaban
sobre los supuestos efectos adversos de las vacunas. Posteriormente fueron
desmentidos, pero la semilla de la desconfianza había germinado y la
controversia que aún pervive no hace sino aumentar la confusión y agravar las
consecuencias. Uno de los más dañinos fue un estudio publicado en 1998 que
sugería una relación entre el autismo y la vacuna triple vírica (sarampión,
paperas y rubeola). Pese a que tanto los autores como la revista que lo publicó
se retractaron, el miedo y la desinformación han podido más que la evidencia
científica.
Los padres que para evitar un posible efecto adverso a sus
hijos no les vacunan deben saber que, como ha ocurrido con el niño de Olot, no
solo están poniendo en peligro la salud de los hijos, sino los logros de
inmunización comunitaria. La difteria está causada por una bacteria que afecta
a las vías respiratorias y genera una toxina que puede dañar órganos como el
corazón, el riñón o el cerebro. Ha sido preciso lanzar una alerta internacional
para encontrar la antitoxina con la que tratar al niño infectado, que ha
llegado de Rusia.
Los padres que rechazan las vacunas hacen un uso muy
cuestionable de su prerrogativa paterna. Son libres de ejercer sus
convicciones, pero deben ser conscientes de que las consecuencias no recaen
sobre ellos, sino sobre sus hijos, a los que en la práctica privan del derecho
a la protección de la salud. Lo hacen con buena intención, pero el resultado es
el contrario al buscado. Para evitar a su hijo unos posibles efectos adversos
leves, les someten a un riesgo de contagio que puede ser infinitamente peor. Si
hasta ahora esta peligrosa moda no ha tenido más consecuencias es porque los
niños no vacunados son todavía pocos y se benefician del hecho de que el resto
de los padres sí que vacunan. Ahora, el 95% de los niños está protegido, lo que
produce una inmunidad de grupo que impide que los gérmenes prosperen. Pero si
muchos padres dejan de vacunar, la tasa de protección colectiva descenderá y
reaparecerán enfermedades que creíamos controladas. Si eso ocurriera, tal vez
habría que abrir el debate sobre la obligatoriedad de la inmunización infantil.
Las vacunas salvan cada año 2,3 millones de vidas. Solo hay
que mirar atrás para darse cuenta del gran avance que suponen. En 1943, antes
de que apareciera la vacuna, se producían en España mil casos de difteria por
cada 100.000 habitantes, con una mortalidad del 10%. Solo en Europa se
registraban un millón de casos y alrededor de 50.000 muertes anuales. En 2013,
las muertes por difteria han sido 3.300 en todo el mundo, la mayor parte por no
tener acceso a las vacunas. Hay que evitar por todos los medios que esa cifra
crezca a causa de algo tan evitable como la desinformación.
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