Emi y José han logrado sacar adelante a su hijo, que nació con una cardiopatía grave
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LAURA UBAGO | MOTRIL
José Antonio en la moto que le echaron unos Reyes, acompañado por sus padres coraje. :: JAVIER MARTÍN
El milagro pide un biberón a media tarde de «chocolate y cacao». El milagro tiene una moto de plástico sin frenos y le entra risilla picarona cuando la estrella a toda velocidad contra las piernas de su padre. El milagro baila con el Cantajuegos y se pirra por un móvil que desbloquea sin problemas y con firmeza. El milagro se llama José Antonio Cortés Hidalgo y tiene dos años y medio. Y no le daban ni un día de vida.
Tras observar a «Nío» -como él se denomina con su espabilada media lengua- correteando por el piso, con sus vaqueros y sus tenis, con sus ricillos rubios, dan ganas de frotarse los ojos. Está allí de chiripa. Bueno, está allí por criarse en el vientre de Emi -27 años, madurez de treinta y muchos- impulsada por el apoyo de José Ricardo -28 años y muchas lágrimas sin que su hijo le viera-.
Lo hicieron, se justifican con humildad, porque no sabían hacerlo de otra manera. En realidad, no querían hacerlo de otro modo y hoy día, lo volverían a repetir con los ojos cerrados las veces que hiciese falta. En aquel hospital de Madrid, a esta pareja de motrileños les llamaban «los padres coraje» y les conocían por la afición a los ascensores del pequeño José Antonio.
-«Uy, si no hubiese ascensores en los hospitales no sé qué hubiésemos hecho... ¿de qué color es el ascensor del médico, José?», pregunta el padre.
-«Verde», contesta el niño sin dudar.
Ilusionados con el embarazo se les vino el mundo encima cuando, a fuerza de insistir, les confirmaron que el punto oscuro que se veía en las ecografías no era la sombra del cordón umbilical sino que se trataba de una cardiopatía congénita muy grave: «ventrículo izquierdo hipoplásico... nos lo explicaron dibujando un corazón en un folio», recuerda Emi que cuenta cómo en el hospital de Granada le pintaron las cosas muy negras. «Me dijeron que no tenía curación, que se moriría al nacer, que yo era muy joven... me aconsejaron que abortara y me dijeron un papel para que lo firmara casi sobre la marcha».
Emi salió cabreada de aquel médico. «Si yo a mi niño me lo noto, si me da patadas, ¿cómo lo voy a matar?», cuenta esta joven motrileña sin paños calientes. Tanto ella como su marido no dudaron ni un segundo en pelear por José Antonio. «Por lo menos, quiero verle la carita», recuerda la madre intentando mantener el tono de voz que se le altera cada vez que se emociona.
Con pocos recursos -estaban los dos parados- con apoyo familiar y con muchas ganas de pelear por el pequeño José Antonio, Emi y Jose se plantaron en un «ginecólogo de dinero» de Málaga que les apoyó para que no aborta y que les habló de las duras operaciones que tendría que pasar el bebé para sobrevivir. Había esperanza, que era lo importante.
Al hospital 12 de Octubre que se fueron desde Motril con José Antonio creciendo en el vientre «y sin que nos dieran ni un duro, ni un apoyo desde Granada. Nada». Allí llegaron Emi y José a un piso alquilado con una renta de 800 euros que pagaban los abuelos.
En Madrid se pusieron en las manos del cirujano cardiaco infantil Enrique Ruiz, que les explicó las operaciones a las que habría que someter al bebé; la primera, a los siete días de estar en el mundo. El 1 de julio (de 2011) el primer hijo -y único por ahora- de los Cortés Hidalgo hizo su aparición. «Yo no sabía si reír, si llorar... bueno, me hinché de llorar y el niño también, no hubo ni que pegarle en el culo, nació llorando», cuenta Emi con una sonrisa inmensa capaz de borrar todas esas lágrimas de un plumazo.
«Sus salvadores», como ella llama a los cirujanos, en especial a Enrique, sacaron a su hijo adelante en una operación de nueve horas a vida o muerte. Hubo vida, la que Emi y Jose siempre habían defendido. «No entiendo a las mujeres que abortan porque los niños vengan con algún problema. No son madres. Me han dicho que hasta por labio leporino la gente aborta».
La primera operación salió «estupendamente» y al niño le daban sus «altas, sus bajas» y tiraba para adelante con sus efectos colaterales como tener la vejiga fuera. Pero la segunda operación -a los cuatro meses- fue mal. José Antonio se les escapaba por las frágiles rendijas que hay entre la vida y la muerte.
La operación -traducida al cristiano- consistía en engancharlo a un corazón y un pulmón artificiales. La máquina -ECMO- hace circular la sangre por un pulmón artificial, ofreciendo al bebé una oxigenación adecuada mientras que sus pulmones y el corazón 'descansan' o se curan.
Emi cuenta que cuando fueron a conectar otra vez el corazón de José Antonio a su cuerpecillo, había perdido fuerza y no arrancaba. «Nos dijeron que lo tenían que desconectar de la máquina porque si no le iba a generar muchos efectos secundarios y le supliqué al cirujano que nos diera unos pocos días de margen», recuerda la madre con el alma en un puño.
«Lo daban por muerto y el pobrecillo sufrió pero no se dio por vencido». El 22 de diciembre el cirujano les dijo a estos padres que les había tocado la lotería. Que José Antonio era un milagro y que saldría adelante con su maltrecho corazón.
Ellos siempre tuvieron una corazonada, nunca mejor dicho. «Era un sentimiento, sabíamos que podíamos sacarlo adelante y mira que hemos llorado... pero nunca delante de él, ni cuando estaba dormido», recuerda la madre mirando a José Antonio con los ojos iluminados.
El niño es feliz y se le desborda el entusiasmo. «Cuando se emociona mucho, corre demasiado y se le ponen los labios morados y hay que frenarlo, aún así lleva una vida completamente normal», cuenta José Ricardo mientras juega con este rubio de pelo ensortijado.
Al niño le queda una operación en otoño que será en el hospital de Málaga donde se ha trasladado su cirujano, Enrique Ruiz, al que nombran como si fuese de la familia. No tienen miedo. En absoluto. «A las madres les digo que luchen por sus hijos, guapos o feos, sanos o con problemas», suelta Emi por esa boca.
El milagro reclama atención y hay que ir cortando. Ya cuenta hasta 20 y se orienta para llegar a casa de la abuela. Se le notan ganas de comerse el mundo, ese al que sus padres le abrieron la puerta sujetándolo por las piernas para que no se les fuera.
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