Profesor de filosofia y escritor
Mal que les pese a algunas personas e instituciones, es un derecho inalienable poder disponer libre y responsablemente de la propia vida. Nos reconocen sin ambages (otra cosa es que mucho de ello quede en papel mojado) el derecho de llevar una vida digna, con todo lo que conlleva (vivienda, trabajo, sanidad, educación, pensiones...) y una vida libre (expresión, reunión, opinión, asociación, información...), pero se multiplican las trabas y los obstáculos cuando se plantea la terminación de esa misma vida: una muerte digna y una muerte libre.
Foto: ISTOCK |
No se trata de obligar a nadie a morir como y cuando no quiere, sino de permitir que cada persona, si quiere, tenga el derecho de decidir (o no decidir) cómo y cuándo morir. Es vergonzante comprobar las reticencias que ponen muchos grupos políticos y asociaciones a plantearse y aún más a dejar plasmado este derecho en la legislación. Se llega así en algunas Comunidades a legislar sobre el proceso de la muerte o los enfermos terminales (Andalucía, Aragón, Canarias, Galicia...), pero aclarando sin dilación que en ningún caso se trata de eutanasia. ¡El temor a la pérdida de votos y a la crítica feroz es enorme entre buena parte de la clase política!
El poder ideológico vigente en España desde hace siglos ni siquiera se resigna a perder una micra de su poder. De hecho, ha tenido atado y bien atado al pueblo principalmente mediante la culpa y el miedo en dos ámbitos principales: la sexualidad y la muerte.
Concretamente, el momento de la muerte (la incertidumbre ante el más allá) ha sido inculcado paradójicamente por los predicadores de la vida eterna como el momento del veredicto, de la salvación o la condenación. Los pecados pesan como montañas, la culpa consiguiente solo puede ser aliviada por los funcionarios de la iglesia peregrina (estamos de paso) y el miedo se apodera de la mayoría. En algunas culturas la muerte es el final de un proceso más de la naturaleza. Por el contrario, en las culturas semitas (vg. la judeocristiana) la muerte es un tránsito, glorioso o terrible, hacia el paraíso o las tinieblas. Culpa y miedo. Incluso el tránsito se presenta en todo su esplendor en el martirio o la autoinmolación, envuelto en bombas, llevándose por delante a quien sea. ¡Casi nada!
Ayudar a alguien a morir digna, libre y responsablemente es un inequívoco acto de amor y de humanidad.
Baldío sería dirigirme a la clerecía sobre el inalienable derecho a disponer de la propia vida. Me queda la duda (¿la esperanza?) de que la clase política, jurídica y médica, más allá de sus convicciones e ideas individuales, atienda la realidad de muchas personas que desean morir bien, dignamente. Finalizar una vida con tranquilidad y entre el cariño de los allegados es mucho más importante que las encuestas electorales y las posibles campañas linchadoras por parte de los medios afines a la derecha y la reacción.
Pues bien, en nombre de todas las personas que se han visto obligadas a topar con la chapuza o con una obligada ocultación con ocasión de la propia muerte o de la muerte de un ser querido debido a una legislación rácana, timorata e insuficiente sobre el derecho inalienable a disponer de la propia vida, necesito escribir aquí y ahora que me avergüenzan y ofenden todos y cada uno de los responsables políticos y legislativos que no lo han permitido por acción o por omisión. Todos ellos deberían saber que si la vida ha sido valiosa y digna ha de desembocar igualmente en una muerte digna y apacible. Cualquier político que busque que sus conciudadanos vivan bien debería hacer posible que pudieran afrontar con una sonrisa su propio acabamiento, si así lo deciden libre y responsablemente.
Algunas personas ayudan a morir dignamente, a que los últimos momentos de una vida sean apacibles, dignos, coherentes. Lamentablemente, sin embargo, algunos tachan a estas personas de medio delincuentes. Muy al contrario, disponer libre y responsablemente de la propia vida es un derecho y ayudar a llevarlo a cabo es un acto solidario, humanitario, tan lleno de dignidad como la propia muerte que se acompaña. Nadie está obligado a permanecer en la vida más de lo que se desea. Por eso es imprescindible la libertad de decidir también cómo vivir y morir, y de ahí también que sea radicalmente ajeno a la vida que la obliguen a pervivir. Precisamente por ello, hay personas buenas (heroicas, desde mi punto de vista) que arriesgan su libertad y su bienestar ayudando a morir con sosiego y dignidad. Finalizar la propia existencia sobre el derecho a disponer de la propia vida es el último acto de amor a la vida. Por lo mismo, ayudar a alguien a morir digna, libre y responsablemente es igualmente un inequívoco acto de amor y de humanidad.
Mi mayor gratitud a todas las personas que ayudan a morir bien y dignamente a quienes lo solicitan y necesitan.
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