lunes, 24 de febrero de 2020

El consentimiento y la violencia sexual elhuffingtonpost

Sólo el 20% denunciará la agresión. Más del 70% jamás le contará a nadie lo que ocurrió. La gran mayoría conoce a su agresor.


RELEON8211 VIA GETTY IMAGES
Cuando tenía catorce años, mi mejor amiga de por entonces me contó que ella y su novio habían tenido sexo. Lo hizo en voz baja, el cuerpo rígido, las manos apretadas sobre el vientre en un gesto involuntario de puro temor. Una única frase: “Lo hicimos”. Sin más detalles, sin añadir otra cosa que la expresión angustiada con que me miró. Me quedé sin saber que pensar. Me sobresaltó su rostro tenso y pálido. La sensación de que no solamente se encontraba abrumada y sobresaltada por lo que sea que hubiese sucedido, sino que además, que algo en ella — en su identidad quizás — estaba roto y lastimado. No lo pensé en esos términos — nadie piensa de semejante forma a esa edad — pero lo que sí supe es que algo grave y doloroso había ocurrido.
—¿Y cómo fue? — pregunté por último.
 —Normal.
“Normal”. Esa fue la palabra que utilizó. A pesar de la mirada huidiza, el cuerpo enroscado con fuerza sobre sí mismo, en un gesto tenso y violento. Recuerdo que no supe qué otra cosa preguntar y que, de pronto, me invadió la urgencia de saber si ella se encontraba bien, si todo había transcurrido como era debido — aunque yo no supiera de qué manera podía serlo — y sobre todo, si había sido una experiencia agradable y hermosa, tal y como había soñado y fantaseado por semanas. Pero no dije nada. Con esa solidaridad del miedo, simplemente me quedé allí, en medio de un silencio lento e incómodo que pareció extenderse en todas direcciones. Al final, recuerdo que comencé a hablar sin parar, para llenar ese vacío tan doloroso como terrible, y ella pareció agradecerlo en una larga conversación sin sentido ni verdadera sustancia que, de alguna manera, nos tranquilizó a ambas a medias. Pero el miedo siguió allí, muy presente, muy visible. Casi peligroso.
Dos meses después, mi amiga se suicidó. Durante todo el tiempo que transcurrió antes que muriera, perdió peso, se volvió hosca y silenciosa. Poco a poco, dejó de dirigirme la palabra, aunque jamás me explicó el motivo o al menos, nunca supe la razón por lo que lo hacía. Se aisló del resto de nuestras compañeras. Incluso dejó de asistir a la escuela, bajo la excusa de malestares poco claros y cuando lo hacía, había algo de espectral en ella, sentada al fondo del salón, cada vez más delgada, las uñas carcomidas, el cabello despeinado, el rostro tenso y flaco. Sólo una vez, me atreví a preguntarle qué ocurría, que había cambiado en ella en tan poco tiempo, por qué nos apartaba a todos de su vida.
Nos encontrábamos en el patio de recreo. Levantó el rostro y me miró. Una niña, aún. Con el cabello castaño abundante, los ojos verdes muy claros y lúcidos. Apretó los labios, las manos. De nuevo el cuerpo tenso alrededor de una pared invisible que la separaba de de mí y de todos. Suspiró.
—No me creerías.
 —Claro que sí.
 —Yo sé que no.
Nunca me dio la oportunidad de creerle o escuchar su versión. Después de ese día, no volvió a dirigirme la palabra. Dos meses después, estaba muerta. Uno de esos incidentes que marcan la historia de tu vida, que la abren en un antes y un después. Recuerdo que no acudí a su funeral, incapaz de enfrentarme a la idea de su muerte, de su ausencia, pero sí a la casa de sus padres, para dar el pésame junto a mi madre. Y fue allí donde escuché por primera vez la palabra violación. Cuando por primera vez alguien la dijo en voz alta, aunque no lo suficiente. Su hermano la murmuró, con los dientes apretados, oculto en una esquina, enfurecido, los ojos enrojecidos de llanto. Era un muchacho de dieciséis años, aturdido por la tragedia, pero sobre todo, por el miedo.
—Ese desgraciado la violó — me dijo, así sin más. No eramos amigos, solo era la amiga de su hermana. Una muchacha desconocida que quizás había visto en un par de ocasiones. Pero de las pocas que acudieron a la casa en medio de la tragedia — eso fue lo que pasó. Por eso se mató. Fue por ese desgraciado.
La palabra flotó en mi mente por semanas enteras, como una pesadilla que llevaba a todas partes. Porque yo sabía que había ocurrido y no dije nada. Porque yo había sospechado que eso era lo que mi amiga creía nadie le creería, lo que la había reducido al silencio, lo que la había llevado a la muerte, quizás. Y de pronto, la palabra tomó un sentido retorcido: porque yo conocía al novio de mi amiga, me caía bien. Nos había llevado a ambas al cine. Solía saludarme con un beso en la mejilla. Pero ese mismo muchacho desgarbado, con el rostro cubierto de acné y la sonrisa torcida, le había hecho un daño inimaginable a mi amiga, uno tan violento y definitivo que había matado una parte suya incluso antes de su muerte física. Fue la primera vez que comprendí el impacto de la violación, algo más que una palabra en un libro de texto, en una película, en conversaciones susurradas y levemente morbosas. Comprendí lo que realmente significaba un acto de violencia semejante. Sus consecuencias. El horror que podría entrañar.
Sólo el 20% denunciará la agresión. Más del 70% jamás le contará a nadie lo que ocurrió. La gran mayoría conoce a su agresor.
Recordé la historia de mi amiga mientras miraba el corto del director Samuel Miró, titulado ParaEres un violador, estrenado hace unos años y que se viralizó de inmediato en redes sociales. Eres un violador. Con esa esa única y contundente frase finaliza la obra que ilustra, de manera dolorosamente directa y cruda, cómo la violación — como delito, como hecho de violencia — continúa siendo objeto de cuestionamiento y confusión en una sociedad que sigue estigmatizando a la víctima y justificando el agresor. La pieza es corta, durísima y está protagonizada por dos rostros habituales y conocidos del cine español: Kira Miró y Alejo Sauras, un elemento que dota al corto de una escalofriante sensación de normalidad. Cosa de todos los días. Una pareja coquetea, disfruta una primera cita placentera y finalmente, ambos terminan en la cama. Una historia simple que no lo es tanto: Porque lo realmente inquietante de la forma en que narra la historia, es el hecho básico que deja claro que aún nuestra cultura necesita debatir el hecho del abuso sexual desde una óptica menos permisiva y casi complaciente que convierte al delito sexual en una debate sobre la moral y no sobre la agresión en sí misma.
Miró no sólo creó un alegato contra la violación normalizada sino que además lo llevó hasta las últimas consecuencias: Es la mujer quien toma la iniciativa, es la mujer la que acepta mantener relaciones sexuales, pero también es la mujer la que insiste en parar sin ser escuchada, la que se convierte en víctima de una durísima percepción sobre la sexualidad y el consentimiento que resulta escalofriante por sus implicaciones. En el corto hay una cierta percepción del horror invisible, el hecho que el abuso sexual es algo más que un estereotipo de violencia generalizado y convertido en una idea común en nuestra cultura.
Quizás lo más escalofriante del corto de Miró sea la mirada corriente a las relaciones modernas y la noción de que el delito de la violación — y lo que parecen ser sus matices y horrores — están supeditados a la noción del consentimiento como un concepto borroso e incluso confuso para la mayoría. Después de todo, la pieza parece resumir lo que parece ser la percepción cultural sobre la violación y la violencia sexual como hecho y delito: ¿Pudo la mujer evitar lo ocurrido? ¿Pudo provocar la situación que sufrió? En el corto, la mujer le pide al hombre que pare, ambos desnudos en la cama, sosteniendo un encuentro sexual que hasta entonces parecía consentido. “Para”, repite y trata de empujarle. “Para”, insiste y comienza a llorar. “Para”, le suplica, pero la escena — un terrible plano secuencia que resulta por momentos insoportable de ver — parece reflejar el horror, el miedo y la angustia que la mujer padece cuando pierde el control de su cuerpo bajo la violencia. Para el director, se trató de una manera de demostrar que nuestra cultura aún no comprende en realidad el hecho de la violencia sexual como un hecho absoluto, “aunque la mujer lleve la iniciativa, como en este caso hace Kira Miró, en el momento en el que dice ‘no’ o dice ‘para’, el hombre tiene que frenar. De lo contrario, es una violación”, insistió Miró al periódico El País. Pero lo que Miró crea como alegato es algo mucho más grave y profundo: es la mirada de la sociedad sobre la violación como una circunstancia en la que la víctima tiene algún tipo de culpabilidad sobre el crimen que sufrió o incluso, que pudo evitarlo de una u otra forma.
Porque se trata sobre el consentimiento, de la forma en la que se percibe el derecho de la mujer sobre su cuerpo. Se trata de una percepción sobre los derechos de la mujer sobre su cuerpo pero también, de la manera en la que nuestra cultura analiza la sexualidad femenina, siempre supeditada al hombre. En el corto de Miró es la mujer quién lleva la iniciativa, es la mujer quien invita y se insinúa, y es también la que intenta detener el acto sexual. La combinación de factores parece crear una visión sobre la circunstancia temible porque añade una perspectiva distorsionada sobre el consentimiento — sus matices e implicaciones — y la violencia que puede sufrir una mujer en medio de esa concepción de la violación como un hecho que puede interpretarse desde puntos de vista ambiguos o incluso entre matices. “Hay una confusión sobre la violación”, explicó Miró, para quién el corto es una respuesta directa al veredicto contra la llamada Manada de Pamplona, que dividió la opinión pública mundial sobre el abuso sexual y la manera en que se comprende la violencia contra la mujer en diversos ámbitos de nuestra cultura: “Parece que solo podemos llamarlo así cuando desnudan a una mujer en la calle, la fuerzan sexualmente y la dejan tirada en una esquina. Pero hay muchas más formas y puede hacerlo tu pareja, tu amante, tu amigo o tu ligue de una noche”, añade. Una mirada sobre la violencia sexual que pocas veces se asume y que sin duda, es inquietante en toda su especulación sobre lo que en realidad es un hecho de naturaleza específica, directa y brutal.
La agresión y la violencia contra la mujer violada está en todas partes.
Se trata de un debate más actual que nunca: con el caso Weinstein en plena discusión pública, con un juicio a medias, alegatos en pro y en contra,y movimientos como #MeToo y otros semejantes debatiendo sobre la noción del consentimiento y la violencia sexual, la gran pregunta es si nuestra sociedad puede asumir el cambio y la transformación necesaria para analizar la violación desde un punto de vista mucho más profundo del que ahora lo ha hecho. Que la coacción, la presión y manipulación psicológica también son formas de agresión que se relacionan directamente con la percepción sobre el consentimiento o al menos y sin duda alguna, con la comprensión sobre la naturaleza real de lo que una violación puede ser y significar como hecho de violencia y sobre todo, como una circunstancia delictiva.
La agresión y la violencia contra la mujer violada está en todas partes, y es quizás esa idea la que Miró expone en su corto, pero, sin duda, también forma parte de un debate público en medio de un clima político y legal de enorme importancia sobre el tema. Sin embargo, no parece ser suficiente. Lo pienso, mientras leo las escalofriantes estadísticas sobre violación que parecen ser parte del mundo globalizado: Cada dos horas, una mujer es violada en algún lugar del mundo. Cada veinte minutos, una mujer sufrirá acoso sexual. Cada doce horas, una mujer será golpeada y sometida algún tipo de abuso físico. Sólo el 20% denunciará la agresión. Más del 70% jamás le contará a nadie lo que ocurrió. La gran mayoría conoce a su agresor.
Lo que sugiere la anterior estadística me produce un miedo real, doloroso. Y recuerdo a mi amiga, tan joven, tan herida, tan aterrorizada. Recuerdo a su novio, un hombre cualquiera del que nunca volví a tener noticia, pero como bien señala el corto de Miró, era un violador. Las leo con una profunda preocupación cuando me pregunto en voz alta si nuestra cultura no sólo propicia la violencia sexual en cualquiera de sus formas sino el silencio que las oculta, menosprecia a las víctimas y las convierte en parte de esa noción que insiste en que la moral puede atenuar un crimen como la violación. Una idea que parece no sólo persistir a pesar de la evidencia, y lo que es aún peor, el dolor de ese silencio inquietante que parece ser el símbolo de quien sufre una agresión semejante.

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