jueves, 22 de octubre de 2020

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 TRIBUNA

CÉSAR ROMERO

Escritor

La pandemia de coronavirus ha provocado un aluvión editorial, con libros de mayor o menor valor literario. Algunos incluso se atreven a profetizar las consecuencias

Pandemonium ROSELL



Cuando casi nadie había tenido tiempo aún de leer los cerca de quinientos folios de la sentencia del Supremo sobre el procés, las mesas de novedades de las librerías ya lucían alguna que otra obra sobre el caso. Y no sólo aquellas que recogían las magníficas crónicas diarias del juicio escritas para distintos medios por Pablo Ordaz, Arcadi Espada y otros, sino sesudos ensayos que contaban con lo sentenciado. Algo similar está ocurriendo con el dichoso coronavirus, que aún no ha acabado de pasar y ya ha generado multitud de libros (y los que quedan por venir: otra epidemia por mor de la pandemia).

Aunque la saturación informativa supere el hartazgo que deben de sentir los conductores de ese programa televisivo aquí traducido como Crónicas carnívoras, después de los atracones de comer que se pegan (por cierto, si lo ven es probable que entiendan, antes que escuchando ceñudos análisis de politólogos como Pablo Simón y similares, por qué un tipo como Trump puede presidir los USA), es normal que algunas editoriales se apresuren a recopilar crónicas, artículos o reportajes de periodistas y escritores con cierto nombre nacidos al albur de la noticia que acapara 2020 de principio a fin. Son textos elaborados sin otra pretensión que contar lo que está pasando, con más o menos calado, con poca, mucha o ninguna literatura, cuyas ediciones librescas pretenden aprovechar la cadencia de la noticia. Otra cosa es que, después de tanta información, a algún lector le queden ganas de volver sobre lo ya leído en una página volandera o lo tan oído en medios audiovisuales. Aunque, visto el éxito del señor Grey, uno barrunta que el masoquismo encubierto o latente en muchos puede ser tan infinito como el universo.

Que algunos escritores hayan aprovechado el encierro (mal llamado confinamiento, que es pena que obliga a vivir fuera del domicilio, y no en él, como bien supieron Unamuno o Ridruejo, o tantos españoles con inquietudes políticas, como el padre de Sagasta, quien precisamente por este confinamiento paterno nació en la logroñesa sierra de Cameros) para escribir diarios de la cuarentena, o textos referidos a ella, pues es normal. Desde el colombiano Andrés Felipe Solano, que vive en Corea del Sur desde hace años, y por eso tomó la delantera, hasta el asturiano Jordi Doce se cuentan por docenas quienes han dedicado sus días a escribir impresiones, apuntes del encierro. Y como hay ya más escritores que lectores, las mesas de novedades no dejarán de estar atestadas de estos libros que se parecen unos a otros y que, con toda probabilidad, sólo leerán sus autores y allegados. A buen seguro que alguno quedará, cuando todo esto haya pasado, y si alguien aún lee en un lejano futuro puede que se haga una idea de cómo se vivió lo sucedido acudiendo a los pocos diarios que hayan pervivido mejor que a otras fuentes (como ahora, leyendo a Edmond de Goncourt sabemos de las jornadas del convulso París de 1870-71, o por los diarios de Morla Lynch de lo acaecido en Madrid en 1936, o de la persecución nazi a los judíos por el de Annelies Frank, aquí, por esas cosas tan absurdas como perdurables del franquismo, llamada Ana).

Junto a estos afanes, periodísticos unos, literarios, o con esa pretensión, otros, están los libros de aluvión. No sólo los sacados aprovechando el tirón mediático del firmante, Évole y así. No sólo los que se apresuran a escribir los Bernard-Henri Lévy, Slavoj Žižek, Daniel Innerarity y demás presuntos intelectuales que están a la que salta (son los Juan Goytisolo y Susan Sontag de ahora, y como ya no pueden ir a Sarajevo con casco y chaleco antibalas a hacerse la foto y arremeter como falsos quijotes contra los gigantes de nuestra época, los mismos que a la postre les dan, y nada mal, de comer, escriben ensayitos de pocas páginas, con letras como jemes y cuatro ideas mostrencas a propósito de esta "guerra" y, entre traducciones, charlas y otros bolos virtuales, se mantienen en el candelero y pagan algunas facturas). No sólo esos libros, que apenas resisten una lectura en diagonal, sino otros que, antes de que pase lo que está pasando, ya se atreven a hacer un análisis de sus consecuencias, del mundo por venir. ¿Alguien imagina a algún historiador serio, a algún ensayista riguroso, escribiendo, en 1944 o 1945, sobre qué supondría para el mundo, un cuarto de siglo después, la II Guerra Mundial? Es tanta la prisa por saber qué nos va a pasar con lo que nos está pasando que quienes debieran dejarlo pasar para valorar su alcance, y atisbar dónde nos llevará cuando concluya, no pierden la ocasión de sumar también sus conclusiones al pandemonium general e incurrir en pecado de lesa intelectualidad, añadir más ruido y oscuridad a los imperantes, y no luz, claridad, una mirada que alumbre. Claro que para eso hace falta que pase tiempo, que parece ser lo único que nuestro tiempo, que tantas cosas deja pasar, no quiere o no sabe dejar que pase.

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