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Hay un hacinamiento del sexo en detrimento del amor, igual que hay un hacinamiento de todo. Se publican, por ejemplo, muchas encuestas por agencias de citas online, casi todas picantonas y en referencia a lo poliamorosos o infieles que somos los españoles últimamente. Nuestro amigo el poeta Alberto Guerra, editor de Séxtasis, afirma ser un "comunista sexual" y con ese entusiasmo con el que apura la copa del erotismo quiere compartir con nosotros su experiencia múltiple; así que en la penumbra de su cueva nos emplaza a conocer a unas amigas odaliscas. De pronto, abandonados en el sopor de la siesta en un agosto de altos hornos, damos un respingo, gateamos por la alfombra, testigo mudo de lo allí ocurrido, y salimos huyendo como alma que lleva el diablo, hacia la noche errante del cine Doré, agradeciéndole a Alberto su generosa disposición mientras esprintamos los cien metros lisos.
Seguimos hablando del Amor, porque si lo es, después vendrá el sexo, en abundancia, si se quiere, dígase lo que se diga y véase lo que se vea. El amor es protestón y quejoso y produce atranques en el alma, desencuadernándola, que le dan a uno muy malos ratos; los hermanos cofrades del sexo sin amor suelen dormir a pierna suelta, en la cama o en una colchoneta, en mitad del mar de los Sargazos de la promiscuidad. Que se navega muy bien allí (dicen). Al resto se nos hace un cuerpo de querencia y de ideales dóciles, a lo Abelardo y Eloísa, Calisto y Melibea, Romeo y Julieta, los amantes de Teruel, Tintín y Milú, la mula Francis y el soldado Stirling... Y todo cobra otro color, el de la intimidad de los cuerpos y el compromiso inverosímil e intransitado en una carrera contra la agonía, la oscuridad de los días si ella no está y la luz infinita y rubia de las noches.
El amor es un merengue travieso, culminado por una nube de huevo batido, su conciencia es adolescente, como lo fueron la belle époque y el 27, y siempre da hambre. Tiene el sabor de la sangre y el azúcar, la piel de la vainilla y la voz de la fresa, grave o aguda. Según. El Amor da siempre conocimiento.
Luego está el sexo, disfrazado de Amor, con fines exclusivamente pragmáticos. Los "te querré siempre" instrumentalizados y las palabras dichas de mentirijillas y con los dedos cruzados, y que son de una falsedad universal. El Amor verdadero es un maratón, está desnudo de artificio y se arropa con la seda de la sinceridad, unas transparencias muy eróticas, agazapadas en los intersticios del alma. Y nunca abandona el lecho, porque su estado natural es la ebriedad permanente: jamás se sacia y no hay nada que se interponga entre él y el otro. El Amor auténtico lo componen combustiones espontáneas, pero siempre dulces, jamás rutinarias, hasta que nos licuamos en el otro, en el éxtasis máximo y simultáneo.
Galanteen, conquisten, comprométanse, crean en Cupido aunque esté ciego, practíquenlo frente a la indelicadeza loada por todos del mero 'follar'.
El Amor vive su propia intimidad de dos, ajeno al exhibicionismo pornográfico de Instagram de "felicidad" precocinada a lo fast food love, escaparate obsceno de besos, revolcones en la playa, gafas de sol, tangas, lunares y enredos de brazos y pies, muchos pies, y lemas con hashtag estilo #elamordemivida #nadiecomotú #porfinsoyfeliz y otras porno-idioteces reaccionarias de piscina con su cloro de selfie y su postureo del amor "redsocialista".
Porque lo verdaderamente revolucionario del Amor es su secreto mandato, su anonimia silente, su polvazo cósmico y sin tregua a espaldas de la tumefacción del mundo y hasta la desintegración. Es en esa atmósfera blanda y blindada a los demás, emanada del remanso de una única cintura femenina, donde bebemos su cuerpo y nos alimentamos de sus muslos de zíngara y reescribimos nuestras biografías de ternura, de paciencia y de admiración mutua. De pasión, en definitiva, que es un nido de enseres y alegrías del alma. Alzamos nuestra voz contra el magreo impúdico y online en el escaparate insípido de los amores sacrílegos: el Amor es ese acto inverso que nos salva frente a la mirada indiscreta de los demás.
Y bajo la luz nocturna de Madrid o el litoral, el Amor siempre sueña con la libertad y el enigma de los cuerpos, y se vuelve epifanía, violenta y espasmódica, como en La noche de la iguana, perdida en la playa de Mismaloya como una enfebrecida Ava Gardner con sus dos efebos mexicanos, o una liviana Sue Lyon cogiendo de la mano a Richard Burton mientras ambos alcanzan la orilla, con ese estofado de primaveras arrinconando al veterano aventurero en el hotel. El Amor sincero es pecado y a la vez condena a ojos de los demás, que no pueden sufrir tanto orgasmo de la raza, tanta catarsis de materia, siendo ellos flores tan grises e infelices, crecidas en el cemento del industrialismo y no en los versos de Cyrano de Bergerac, Shakespeare o Luis Cernuda.
En esta varicela donde la mentira y la falsedad enfangada han adquirido carta de naturaleza en las relaciones sentimentales, el Amor se abre paso con su caricia meridional, limpio e irreversible, como en una noche apetitosa y evidente, con vicio y ansia del otro y sin agnosticismos ni miedo a los "te amo". Galanteen, conquisten, comprométanse, crean en Cupido aunque esté ciego, practíquenlo frente a la indelicadeza loada por todos del mero 'follar'. Provoquen al prójimo, en definitiva. Háganse un favor, se lo recomiendo: hagan el Amor, aunque solo sea este verano, que es lo que a veces dura el raro, familiar y, a la vez, extraño sosiego de lo verdadero, especialmente en tiempos de la posverdad.
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