TRIBUNA
El hecho cierto de que cesen el bullicio y el ajetreo de las jornadas implica un ligero estado de excepción donde se pierden los beneficios de la acompañada normalidad
Soledades de agosto |
Tiene la soledad muchas maneras de presentarse, esperada o no, voluntaria o impuesta, gozosa o hiriente. Y en agosto, paréntesis aunque cada vez más atenuado de la brega de los días, la soledad -como lo hacía la parca en Las intermitencias de la muerte, de Saramago- encuentra ocasiones para recrearse. El hecho cierto de que cesen el bullicio y el ajetreo de las jornadas implica un ligero estado de excepción donde se pierden los beneficios de la normalidad. Las más de las veces, advertidos en lo cotidiano, en lo que nos es dado hacer como sin ningún contratiempo pudiera atravesar la rutina.
Las vacaciones, entonces, suspenden la mundanal liturgia de las horas para que ya no sea dado cumplirla con inquebrantable devoción. Se pierden, por ello, los maitines en el quiosco de prensa, cuyo regente sabe dispensar en el tiempo justo buenos propósitos para el devenir del día; faltan los periodistas y tertulianos que acompañan en el trayecto hacia el trabajo; quedan postergados los apremios; en clausura los enclaves donde buscar un desahogo de la faena; alterada la cadencia de los horarios; rota la disciplina y la ordenanza de los quehaceres profesionales y familiares.
Todo esto, de forma atenuada, porque agosto participa de la contradictoria expectativa del retorno: tan pleno puede ser el disfrute de los últimos días de vacaciones como deseable contar los días que faltan para que se reanude el curso ordinario de las cosas. Atemperada, en cualquier caso, esta situación agridulce del receso vacacional, porque otra forma más gravosa es la de perder la normalidad de los días por un quebranto inesperado, un susto repentino que atribuya auténtico y genuino valor a lo que deja de poder hacerse por impensable que resultara pensar en tal despropósito.
Tal es la soledad si se quiere más convencional de agosto, pero no la única porque de particular manera afecta a quienes dependen de otros para sobrellevar el peso de los días. Que falte el médico de cabecera con el que se guardan las cuitas del estado de la salud, que tengan vacaciones los médicos especialistas del hospital a los que bien se conoce porque salen al paso de las dolencias mayores, que quede más lejos la farmacia donde reponer el tratamiento, que sea otra la compañía que vigila el desvelo de las noches, acrecientan la inquietud de los enfermos cuando agosto se enseñorea de los días y el calor se convierte asimismo en amenaza.
Incluso que en los contratiempos domésticos no quepa la pronta asistencia de un fontanero, la perentoria reparación de un técnico que remedie el sofoco sin el aire acondicionado o la desvalida asistencia del frigorífico, son formas de soledad en las que el curso de la vida parece desasistido de servicios indispensables.
Acaso piensen algunos prebostes y líderes políticos que en la misma medida su falta en los primeros planos de la actualidad, en los noticiarios y las páginas de los periódicos, en el runrún de las controversias, también descoloca a los ciudadanos, deseosos de la tutela de las administraciones y partícipes de la animosidad ideológica. Por lo que, para redimir de esa turbación por el desamparo, declaran que renuncian a sus vacaciones con las luces siempre encendidas del despacho. Cuando, en este caso, la soledad debida a la falta de activismo político, como exasperante ruido de los días ordinarios, no solo no es malsana, sino de sobra conveniente para airear y templar los desencuentros.
Hay otra soledad más introspectiva, la que concierne al ejercicio, difícil y postergado, de mirar hacia adentro y vérselas a solas con uno mismo. Ni siquiera el desahogo de los días lo pone fácil porque llega a asustar qué puede encontrarse en el reducto de la conciencia, en las directrices de la voluntad, en los resortes del comportamiento. Pero, como cesa el torbellino de las ocupaciones y el acaparamiento de lo urgente, acaso se entreabra alguna puerta y, aun sin querer, se franquee para dar de bruces con quien somos. Bastante más alcance tiene este ejercicio que adoptar buenos propósitos al cabo despuntados con la lima de los días, porque vérselas en soledad con uno no es mirarse al espejo.
Soledades de agosto, en fin, aunque se dé por cierto que todo quisque disfruta de vacaciones y la ocupación de los hoteles o la circulación en las carreteras escondan el agosto anodino o austero de muchos otros afincados en la continua dureza de los días. Incluso así, la soledad hace mella porque sitúa fuera de su alcance transitorio, como intermedio de una ajetreada y provisora normalidad.
Y en septiembre se rehace el curso de las cosas, se cuenta con el valioso amparo de lo ordinario y nos sentimos más acompañados en el fárrago de los días. ¿O no es así?
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