TRIBUNA
Siervos somos |
Cierto día me presentaron a una joven por la calle que lo primero que soltó (no cambio ni una palabra), así de pronto, sin venir a cuento y mirándome a los ojos fue: "¿Y tú, a qué casa perteneces?". Asombro y desconcierto; de modo que ante mi azorado silencio la muchacha se explicó: "Te pregunto cuál es tu compañía de teléfonos". Eso fue hace algunos años, y hoy comprendo en carne propia el hondo significado de aquella pregunta; pues está claro que ahora todos los españoles vivimos encadenados por alguna casa de telefonía digital.
Nuestros amos nos maltratan. Un par de meses atrás, la casa a la que pertenezco me ofreció (por teléfono, se entiende) un nuevo contrato mejor, más barato y con facturas de papel que yo les estaba pidiendo. Dije que sí. Por supuesto, nunca me enviaron el contrato escrito (a los siervos no se les firman papeles), ni tampoco las facturas mensuales por correo ordinario que yo andaba reclamando; siguen mandándome todo por internet y pago más por idéntico servicio al que recibía antes sin observar a cambio mejora alguna.
Nunca me ha molestado la gente con más dinero que yo (por otra parte, cosa bien fácil), y tampoco me escandaliza que alguien con su trabajo reciba un esplendoroso sueldo; pero sí me escandaliza que gane un sueldo imperial quien está sentado, por influencias políticas, en el consejo de administración de una gran empresa de la que lo ignora todo, incluido el uso de las famosas tarjetas negras; y sigue escandalizándome que tan regios emolumentos sean percibidos a costa de exprimir y de engañar a usuarios y clientes encadenados ("fidelizados", nos llaman). El lector entiende que no sólo hablo de teléfonos, sino también de las eléctricas, y de la banca, y de las petroleras con sus gasolineras, y de las constructoras, y de las agencias de seguros; de todas esas enormes compañías, en fin, que suelen conchabarse para fijar los precios. Si bien no soy tan estúpido como para reclamar una nacionalización a gran escala que nos devuelva supuestamente la perdida libertad. La historia demuestra que medidas semejantes únicamente agravan la situación del esclavo: siendo el Estado el único dueño, el siervo no tiene escapatoria alguna.
Cada año crece la sensación entre la ciudadanía de haber caído en una servidumbre explotada y engañada. Igual que en la América esclavista de mediados del siglo XIX los plantadores de algodón se devolvían los esclavos fugitivos, en la España del siglo XXI resulta casi imposible cambiar de dueño cuando se es siervo de una marca telefónica, o cambiar de banco, o anular una tarjeta de crédito o conseguir que el seguro pague lo que tiene que pagar por un siniestro. Queda aún por escribir La cabaña del tío Tom de nuestro tiempo.
No siempre la esclavitud se sufre bajo un dueño poderoso. En el mundo antiguo los esclavos que lo pasaban peor eran quienes tenían amos de clase baja. "No sirvas a quien sirvió", sentencia un viejo y sabio refrán español. Indefensos del todo quedamos cuando caemos en las manos de un fontanero de medio pelo, o de un carpintero, o de un albañil que ni remotamente cumplen con lo prometido, ni con el horario acordado de antemano obligándonos a no movernos de casa. Tengo un amigo que se encuentra desde hace dos años en una de las mejores universidades de los EEUU como profesor visitante. Apenas llegó me envió un email: "Alfonso, esto es un paraíso". Y a los pocos meses me contaba una pequeña historia: había llamado a un electricista y quedaron que éste llegaría al apartamento a las 07:55. A las ocho menos cinco de la mañana siguiente el operario estaba llamando a la puerta. Mi amigo elogió su puntualidad, aunque no fue agradable la respuesta que recibió: "Esto no es España, señor profesor. Estos son los Estados Unidos y aquí somos gente sería". Nos ven como a un país de pícaros, lleno para colmo de hipócritas televisiones moralizantes.
Vamos a dejar de ser hipócritas. Aquí no hay un solo ciudadano que exija una factura con IVA al fontanero, porque si lo hiciera no encontraría más un fontanero en toda España para arreglarle el grifo de la cocina. De modo que en buena medida consentimos con nuestra esclavitud, sean grandes o pequeños los que se aprovechan. Si alguno de nuestros partidos políticos prometiese con solvencia crear un Ministerio de Protección al Consumidor, nada autonómico, bien centralizado, con oficinas de reclamaciones repartidas por toda España e inspectores activos a los que denunciar la publicidad engañosa de un banco, o la inaceptable factura del teléfono o la reparación chapucera del coche; si ese ministerio se creara por un partido, yo le daría para siempre mi voto agradecido. El voto de los siervos liberados.
En épocas de servidumbre era normal que el gran propietario tuviera muchos esclavos. Lo novedoso de hoy es que cada uno de nosotros tenemos un sinnúmero de amos que nos explotan al mismo tiempo. Imposible a estas alturas cumplir con aquel dicho famoso de que "no se puede servir a dos señores".
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