TRIBUNA
La inexpresividad como resistencia |
Manolete nació hace cien años y es por eso que su juventud -o sea, su corta vida- fue una guerra y una postguerra española. Fue en esa postguerra de España en la que él alcanzó fama y gloria como ningún otro artista y es por eso también que sobre él, sobre un torero, haya recaído mucho tiempo la cuestión de si era posible el arte -dígase aquí, el toreo- después de una guerra como la nuestra. Una pregunta que, obviamente, se formula en un sentido moral porque, como es sabido, hubo toreo de guerra y de postguerra, y hubo grandes maestros desde aquel llamado año de la victoria en adelante. Sin embargo, el interrogante, mucho más terco y más concreto en este caso, que la clásica disyuntiva ética de buscar o no la belleza en ciertos momentos históricos, es si una ceremonia que presupone un pueblo en alegre y libre conmoción había perdido ya su significado, su moral, cuando la plaza no era sino nación; es decir, cuando ya totalizada y en ausencia de vencidos, podía pensarse que había dejado de ser un foro irredento e insubordinado. A diferencia del poeta o del pintor, el torero, por más soledad que padezca, no puede decirse sin plaza o para luego, y ha de dialogar, forzosamente, con la mirada inmediata de quien puede rubricar su triunfo. La traición, la inmoralidad que alguno quiso ver en Manolete fue precisamente la de haberse dicho artísticamente para la nación, entiéndase, para los nacionales, la de prestar su propio mito a la mitología del régimen.
Este dibujo, el de Manolete como artista cómplice o mito fascista, esconde no sólo una mirada miope e injusta sobre aquello a lo que un joven como él tenía que enfrentar en la España que le tocó vivir, sino también una profunda ignorancia sobre lo que él fue y, sobre todo, sobre aquello que su forma artística significó. Hace ya años, la esclarecedora biografía que hiciera del Califa el historiador cordobés González Viñas nos dejó ver de qué manera la vida del torero fue testimonio de una solitaria resistencia. Una resistencia que no tiene que ver con la ideología o la militancia política, sino con algo más hondo y probablemente igual de valeroso. Dueño hasta el fin de su silencio, Manolete, en el arte y en la vida, siempre tomó la decisión más difícil. Amó a quien no debía, sólo sonrió a lo prohibido y nunca aceptó la moralidad bélica del amigo/enemigo, como bien demuestra su periplo mexicano y su abierta cercanía allí con los españoles republicanos, a algunos de los cuales, como a Indalecio Prieto, brindó también su amistad.
Pero, por encima de todo, la resistencia de Manolete tiene mucho que ver con su obstinada opción por la inexpresividad allí donde regía la mueca orgullosa de la obediencia. Inexpresividad en la vida que no era sino prolongación de la inexpresividad de su arte. Y es que Manolete no heredó, desde luego, la gracia ágil de Joselito ni el genio vanguardista de Belmonte. La circunstancia de Manolete fue mucho más rotunda y difícil, y para ella supo hallar una manera de decirse anticómplice, y eso quería decir antifolclórica, negadora del guiño celebratorio y de la falsa alegría del aspaviento nacional. La opción de Manolete fue ser silencio, trazo puro, presencia vertical, y estar, en ese no decir, en esa desgana triunfal, diciéndolo todo. Una inacción, como vio Ramón Gaya, llena de espíritu, de presencia, de persona; inacción también, desbordada y enigmáticamente popular, y leal por ello, a la última moralidad del toreo.
Las formas de Manolete, formas para después de una guerra, fueron formas casi imposibles, secas, formas autistas, antiflamenquistas, formas herederas de nadie y a su vez estériles. Manolete no es José ni Juan; es decir, no es la fuente, sino un gran accidente del arte. Inagotable referente moral, casi estéril, por imposible, referente artístico. Torear como Manolete -bien lo pudo comprobar el José Tomás anterior a su primer retiro- acaba por silenciar tu innato signo creativo. Ser como Manolete, estar como él, lo engrandece, y no es casual, por ello, que el legado puramente artístico de Manolete no haya sido otro que el de su sitio frente al toro, es decir, el de su lugar moral en la plaza.
Luego vino su muerte y todos los exuberantes ripios que la siguieron. Si el toreo soporta mal la poesía, ya que es redundante hacer poesía sobre lo que en sí mismo ya es poético, el toreo de Manolete es del todo refractario a cualquier lirismo que no sea el de su verdad silenciosa. Mas Manolete murió en mala hora y allí le llovieron en tromba las rimas nacionales, y le llovió más tarde la mezquindad de su caricatura como el primus inter pares de los cruzados. Sin embargo, a cien años de su nacimiento, setenta ya de su muerte, sigue intacta su melancolía insumisa y su profunda y terca inexpresividad. Bien puede conmemorarse por ello que, en tiempos difíciles, un torero consiguió erigirse en el perfecto paladín del arte como rebelión: que tu obra sea la negación de aquellos principios que rigen al pueblo que venera lo que haces.
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