TRIBUNA
La sacralización de lo político culmina cuando los nacionalismos se convierten en religiones seculares y utilizan las instancias religiosas
Crisis de la religión, auge del nacionalismo |
No conocemos sociedades sin algún tipo de religión. La pregunta por Dios recorre la historia humana y está vinculada a la búsqueda de sentido, a la necesidad de trascender lo inmediato y preguntar por la vida y la muerte, por el bien y el mal, por lo que es importante y lo que no lo es. Preguntarse y darse un proyecto de vida es una necesidad constitutiva. No basta con vivir y dejarse llevar por la sociedad, sino que toda persona necesita un plan de vida que le merezca la pena, que le dé sentido. Este ha sido contexto en el que las religiones han sido importantes.
Pero hoy vivimos dos situaciones nuevas y convergentes. Por un lado, la llamada "muerte de Dios" en las sociedades occidentales: el deterioro creciente de la fe en Dios, la crisis de las iglesias y la pérdida de influencia de los valores religiosos en la sociedad. Junto a esto ha surgido la sociedad del consumo, que ha canalizado los deseos y búsquedas de las personas en la acumulación de bienes materiales. El problema está en que lo "sagrado" no puede faltar en ninguna sociedad. No basta la abundancia material, necesitamos algo más que dé sentido a nuestra vida, metas y objetivos por los que luchar y vivir. El mundo desencantado necesita trascendencias y absolutos, no podemos vivir sin ellos. Si las Iglesias y las religiones no responden adecuadamente a esa exigencia, otras instancias las sustituyen.
La crisis de lo religioso es una de las causas del auge de los nacionalismos y viceversa. La patria, la nación y el Estado son las realidades sagradas, que ocupan el lugar vacío que van dejando las religiones. El "choque de civilizaciones" (Huntington) tiene raíces religiosas y nacionales al mismo tiempo. La religión se politiza, la política se sacraliza, y el nacionalismo deviene una corriente con connotaciones religiosas. La sacralización de lo político culmina cuando los nacionalismos se convierten en religiones seculares y utilizan las instancias religiosas. Esto se dio en la España de la Guerra Civil y en el franquismo, y no ha desaparecido. La crisis religiosa en el país vasco favoreció la sacralización de la patria vasca como sustituto y algunos clérigos asumieron el protagonismo en la fusión entre lo religioso y lo político. Ahora surge también en una Cataluña muy secularizada y con gran fervor nacionalista, como nuevo ejemplo de religiosidad secular. Siempre está vigente el potencial del nacional catolicismo, adormilado pero omnipresente y que resurge ahora como españolismo reactivo y agresivo. Hoy no es la religión la que se impone, sino el nacionalismo y si hay que elegir entre las exigencias de la fe religiosa y las de instaurar la identidad nacional, se opta por la segunda. Es más fácil criticar al papa, al obispo y la propia iglesia, que criticar al líder del partido, a este mismo y a la propia patria.
De luchar y morir por Dios, se pasa a hacerlo por la patria. No se trata de tener una mera preferencia racional por una ideología política, sino de un sentimiento global, de una opción pasional que genera correligionarios y que hace de los otros enemigos. La emocionalidad se contagia y se impone, bloqueando el poder desacralizador de la razón. Marx afirmaba que la crítica de la religión era la primera, pero había que seguirla con otras, incluyendo la nación y el Estado. Ha ocurrido al revés: la sustitución del credo religioso por otro secularizado, o lo que es peor, la fusión de ambos que exige luchar por Dios y por la patria. Dios es de los nuestros y está con nuestra causa política, compite con otros poderes y deviene así una divinidad nacional. La tentación de la religión es engancharse al credo político, para sobrevivir y seguir influyendo. La Iglesia en lugar de ser instancia crítica, que cuestiona desde el evangelio a toda sociedad y defiende al más débil, se alinea con una de las partes en la lucha política y renuncia a tender puentes contra los odios y la violencia. El componente emocional, se impone y ya no valen argumentos ni razones.
Consecuentemente subsisten los resentimientos, los deseos de venganza y la conciencia de fractura con los otros. Ya no se puede convivir con el que no tiene la misma opción política y se anula la democracia (vivir y expresarse con libertad en una sociedad plural) en favor de una identidad nacional sacralizada y maniquea (conmigo o contra mí). Incluso se aceptan previsibles consecuencias negativas porque se decide desde la pasión. Se actualiza lo que simboliza el cuadro de Goya sobre las dos Españas a garrotazos, que paradójicamente muestra lo hondamente española que es la población catalana.
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