TRIBUNA ECONÓMICA
Cuando una mentira se repite muchas veces termina convirtiéndose en realidad. La sentencia se suele atribuir a Goebbels, el ministro de Propaganda en la Alemania nazi, que supo aplicarla eficientemente para estimular los más mezquinos instintos en la población, aunque no siempre funcione. No funciona, por ejemplo, en la ciencia, donde la verdad tiene que ser demostrada y, normalmente, apoyarse en algún tipo de evidencia empírica. En la religión, en cambio, es una cuestión de fe, que no tiene que ser demostrada, lo mismo que en la política. Las ideologías se alimentan de convicciones y creencias aceptadas como verdades sin fisuras, pero que son rechazadas con igual contundencia por quienes tienen otras convicciones diferentes. En democracia, el problema se resuelve con el criterio de la mayoría y a veces por razones tan diversas como el interés nacional o la seguridad, o por el simple hecho de que existen leyes y normas aceptadas como guía para la resolución de conflictos. Ninguno de estos procedimientos garantiza, sin embargo, que la opción elegida corresponda a la verdadera interpretación de la realidad, pudiéndose dar el caso de que toda una sociedad termine articulándose en torno a una falsedad que, sistemáticamente repetida,consigue adquirir la categoría de verdad indiscutible.
No es tan extraño. Por ejemplo, cuando en Cataluña y alguna otra de las comunidades más ricas se plantan señalando que el debate sobre la aplicación del criterio de ordinalidad (el orden de las comunidades en gasto público por habitante debe ser el mismo que el de la tributación por habitante) en el próximo acuerdo de financiación autonómica está cerrado y no admite discusión, aunque en otras, como la andaluza, se opongan. No es verdad que se trate de una cuestión cerrada, aunque si las discrepantes deciden renunciar a la disputa es evidente que se convertirá en verdad absoluta y sin discusión.
Lo mismo puede decirse sobre la conveniencia de introducir en el debate el problema de los desequilibrios regionales. La respuesta inmediata a quienes alguna vez hemos tenido la osadía de plantearlo es que el objetivo de la financiación autonómica es proporcionar a las comunidades los recursos que necesitan para funcionar y nada más. Algunos consideramos que no es del todo cierto. En primer lugar, porque entre las principales causas del aumento de la desigualdad regional está el deficiente funcionamiento del sistema de financiación autonómica. En segundo lugar, porque si la misma Constitución invita a levantar un Estado de las Autonomías en el que se corrijan los desequilibrios interterritoriales, difícilmente se entiende que una de sus piezas más importantes, la financiera, pueda ignorar por completo la encomienda. Por último, porque la coincidencia del debate sobre financiación autonómica con el de la reforma del modelo de Estado garantiza vasos comunicantes entre ambos y convendría cuidar que los compromisos aceptados en el primero no terminen condicionando la posición negociadora en el segundo, especialmente en lo que se refiere a la igualdad en derechos y obligaciones y a desequilibrios regionales.
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