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El pasado 15 de junio, dos días después de cumplir sesenta y ocho años, a mi madre le confirmaron que padecía cáncer de mama. Fue a primera hora de la mañana. Íbamos los dos caminando por el Campo San Francisco, ese espacio verde que divide la ciudad en dos partes, cuando sonó mi teléfono. ¿Es usted familiar de Nuria Álvarez? Sí, soy su hijo, respondí. Cuando aquella mujer confirmó la peor de las previsiones, nos abrazamos, nos echamos a llorar. Y permanecimos así durante un buen rato, incapaces de avanzar, de conseguir que nuestros pies se moviesen. Como si alguien los hubiese pegado al suelo con un producto altamente eficaz.
Empezó a lloviznar y, al fin, temblorosos, cogidos del brazo, comenzamos a caminar. Lo hicimos en silencio, sintiendo los acelerados latidos de nuestros corazones, la presión en el pecho. ¿Qué nos esperaba a partir de ese momento? Lo primero, la operación. Después, los tratamientos. Les llamarán en breve, dijo aquella mujer con amabilidad. Cada vez que sonaba el teléfono, un sobresalto. Ninguna llamada importaba más que aquella. Que llegase lo antes posible. Fue un verano duro, extraño, interminable. Un verano para olvidar, ciertamente. La familia intentábamos que mi madre no pensase en ello. Salir de casa, caminar (caminar mucho), tomar algo en una terraza, comer en un restaurante, ir al cine o al teatro... Cualquier cosa era válida para distraerla, para distraernos. Y cuando pensábamos en ello, decíamos que todo iba a salir bien. ¿Por qué no? Lo han detectado a tiempo, decíamos. Y era cierto, aunque la angustia nos removiese por dentro. Supongo que era algo inevitable. Supongo que a todo el mundo en esas circunstancias le sucede lo mismo. Aquella era nuestra primera vez.
Que haya lazos de color rosa, vale, pero que no haya recortes. De ningún tipo. Con un gobierno o con otro. Que haya dinero para revisiones anuales. Que cada enferma tenga el derecho y todos los medios a su alcance para curarse.
Cáncer, esa palabra que considero que hay que pronunciar aunque sea tan fea como su significado. Ya estábamos inmersos en la batalla. Cada gesto, cada palabra, cada abrazo, cada beso: todo forma parte de la batalla. Mi madre estuvo arropada en todo momento: por su marido, por sus hijos, por su yerno. Volvió a sonar el teléfono. La operación se realizaría el veinticinco de agosto. Ese día hubo miedo pero no hubo lágrimas. Era uno de esos días que uno desea fervientemente que lleguen cuanto antes, y ya estaba fijado en el calendario de los médicos. Hubo muchos días de hospital previos: pruebas, revisiones, biopsias, más pruebas... Todo fue mucho más llevadero gracias al sentido del humor (que nunca falta en mi familia, y si no aparece, se inventa) y al exquisito tratamiento de todo el personal hospitalario. A todo, insisto. Nunca hubo un mal gesto por su parte, sino todo lo contrario: palabras dulces, gestos cómplices, cariño no impostado. Todo salió bien. Mi madre, pese a la fragilidad, se está recuperando. Resiste bien los tratamientos. Es fuerte. Es valiente. Está guapa. Vive cada momento con intensidad. La vida se abre paso entre la maleza, cada día.
Hoy,19 de octubre, se celebra el Día Mundial Contra el Cáncer de Mama. Por eso, entre otras cosas, escribo esto. Habrá lazos de color rosa y todos esos símbolos que están muy bien, pero siempre que haya detrás medios para que cada mujer viva su enfermedad con dignidad, creyendo que eso no es el final sino un peaje más de esta vida llena de peajes. Que haya lazos de color rosa, vale, pero que no haya recortes. De ningún tipo. Con un gobierno o con otro. Que haya dinero para revisiones anuales. Que cada enferma tenga el derecho y todos los medios a su alcance para curarse. Que haya presupuesto para investigar. Que haya palabras amables y grandes profesionales que las sigan pronunciando.
Que todo esto no sea más que un paréntesis. En la vida de mi madre y en la de cada mujer que le toque enfrentarse a esta dura batalla.
Que regresen otros veranos. Los aguardamos, impacientes.
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