TRIBUNA
El bien y el mal |
Los que ya tenemos algunos años sabemos bien que el mal existe. Porque hemos mirado directamente a sus ojos en muchas ocasiones y porque, cuando éramos niños, en esa época de la vida en la que se forja el carácter, estaban todavía muy frescas en la memoria colectiva de nuestra sociedad las imágenes de las muchas atrocidades que se cometieron aquí durante los años de la guerra; atrocidades que nuestros mayores se esforzaron en relatar para contribuir con su pequeño grano de arena a que nunca más se pudiera vivir en España tanta maldad.
Esta rotunda afirmación -la primera-, que parecería una perogrullada hace unos cuantos años, hoy ya no lo es tanto, porque existe en la sociedad moderna una tendencia creciente dirigida conscientemente a minimizar la transcendencia del mal, y a justificarlo por alguna circunstancia previa. En definitiva, para disculparlo de alguna manera. Esta filosofía que, a mi juicio, predica interesadamente una parte minoritaria de la sociedad, tiene mucho éxito en la actualidad porque nos hace a todos -fundamentalmente a los más jóvenes- la vida más llevadera. Al menos, al principio. Después, a medida que los años van pasando, la caída del guindo es mucho más intensa cuando, efectivamente, nos damos cuenta de que el mal, no solo existe, sino que nos rodea.
Todos hemos visto estos días el mal en toda su crudeza. El mal que por los siglos de los siglos ha actuado siempre de esa manera, debajo de la máscara de la sonrisa y de la pretendida bondad.
Pues bien, el mal puede y debe ser combatido por la sociedad, que tiene a su disposición uno de los instrumentos más eficaces para hacerlo: el derecho penal, esto es, el conjunto de normas que nos hemos dado entre todos para protegernos de los comportamientos más gravemente antisociales y, por tanto, más dañinos para nuestra vida en comunidad.
Esa protección se articula a través de un sistema de reglas que tipifican -esto es, delimitan- las conductas punibles, y de un conjunto de penas -estos es, castigos- que se establecen para los que incurran en aquellas.
Perdemos una vez más el tiempo en España debatiendo estos días sobre la conveniencia de desterrar de nuestro Código Penal la pena más grave de entre las privativas de libertad: la prisión permanente revisable -una condena en tres años de vigencia-, cuando el debate debería centrarse en lo realmente importante: la orientación de las penas a la reinserción social. Es decir si, supuesto que ese es su objetivo, tal y como se establece en el artículo 25 de la Constitución, estamos fracasando gravemente como sociedad en este tema.
Verán. Son tres las funciones principales que deben cumplir en una sociedad moderna las penas: la preventiva, para evitar la reiteración en la ofensa; la punitiva, para castigar las conductas antisociales una vez se hayan producido estas, y la reeducativa, para conseguir la reinserción social.
Pues bien, si la pena es en parte punitiva y en parte reeducativa, parece razonable que también se pudiera diferenciar claramente esta doble dimensión en las sentencias. Esto es, debería especificarse en ellas con claridad qué parte de la pena cumple la función de castigo -y que no se nos diga que una persona que ofende a la comunidad en la que vive de una manera tan grosera no merece ser castigada con dureza- y qué parte la de rehabilitación.
De esta manera, cumplido el periodo punitivo, vendría el cumplimiento de la parte de la pena orientada a la rehabilitación y la reinserción. Es decir, el proceso durante el que el infractor deberá realizar el esfuerzo necesario para que pueda ser considerado apto para regresar a la sociedad de la que ha sido expulsado. Ese proceso debería ser tutelado y estar sometido a evaluación, de manera que el ofensor no pudiera salir en libertad mientras que alguien con la formación y el desempeño adecuados para hacerlo no acreditara que el reo ha adquirido las competencias necesarias para vivir de nuevo en la comunidad a la que ofendió.
Si todos nos sometemos a una evaluación continua en la mayor parte de las facetas de la vida, nada parece más lógico que también lo hagan los que han sido condenados por un tribunal a penas privativas de libertad. De otra manera, continuaremos como hasta ahora, con penas orientadas a la reinserción que no sirven a la sociedad que las estableció.
Yo, por todo ello, no solo apoyo la prisión permanente revisable para los delitos más graves, porque es útil a la sociedad, porque está orientada a la reinserción, y porque existe en casi todos los países de nuestro entorno, sino que creo en la utilidad de la revisabilidad de todas las penas, porque ningún criminal debe volver a la sociedad a la que ofendió mientras no acredite que ha dejado de ser potencialmente dañino para los que viven en ella.
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