Soy un tío afortunado.
Esas suelen ser las palabras finales que utilizo cuando le comento a alguien la terrible noticia de que mi novia, Susan, padece un cáncer agresivo e incurable. La mayoría de las personas se quedan desconcertadas al oír ese comentario y estoy seguro de que se marchan después dando gracias a los astros por no tener la misma suerte que yo. Sin embargo, con Susan, la idea de la muerte nos ha traído toda clase de regalos inesperados.
Susan y yo llevamos seis años juntos. Ambos éramos padres solteros, dábamos clase en niveles postobligatorios e íbamos en busca de nuestros sueños artísticos cuando nos conocimos por Internet. Ha sido una aventura maravillosa y tierna con algunos momentos duros por el camino. Pero, de entre todos los desafíos que he afrontado en mi vida, creo que el leiomiosarcoma uterino terminal de Susan me ha ofrecido las mejores oportunidades para conocer el amor, para crecer y desarrollarme como persona y para ser feliz.
Cuando Susan estaba enferma pero aún no había recibido el diagnóstico, hice todo lo que pude por mantenerme positivo y optimista, pese a mi ansiedad y mi depresión. No obstante, el modo en que Susan se tomó su diagnóstico fue destacable desde el primerísimo momento, y esta experiencia me ha mostrado el poder ilimitado del amor. Noté enseguida, hace casi un año, que me encontraba ante un nuevo despertar.
Mi padre murió de cáncer cuando yo tenía 11 años. Me sentí furioso, abandonado y estuve mucho tiempo amargado. Ahora doy las gracias porque no me siento abandonado por la inminente muerte de Susan. Sentí una profunda tristeza y el duelo fue casi inmediato, pero en ningún momento caí en la furia, en la negación ni en las ilusiones vanas. Al evitar todo eso, Susan y yo fuimos capaces de empezar con dedicación y ternura el camino hacia el final de nuestra relación.
El modo en que Susan se tomó su diagnóstico fue destacable desde el primerísimo momento, y esta experiencia me ha mostrado el poder ilimitado del amor.
Escucho frecuentemente experiencias de otras personas que han perdido a un ser querido. En muchas de esas ocasiones, la persona que va a fallecer lo niega, no desvela por completo su problema o se aísla del resto del mundo. Susan hizo lo contrario.
De alguna forma, le fue concedido el don de la aceptación en el momento mismo del diagnóstico, justo antes de pasar por el quirófano. Supongo que, de algún modo, ese don también me fue concedido a mí. Susan fue completamente abierta y honesta al respecto. Cuando me dijo que no pasaba nada, que estaba bien, me enamoré aún más de ella.
En el hospital, sentado junto a Susan unos días después de la cirugía abdominal a la que se sometió para extirpar tantos tumores como fue posible, nos cogimos las manos y me dijo que quería que fuera feliz tras su muerte, que no me sintiera solo. Noté algo en el pecho que debió de mostrarse también en mi cara (supongo que fue algo parecido a la expresión de un personaje de una película vieja del Oeste cuando le disparan: una mezcla de sorpresa y dolor), porque Susan me preguntó que qué pasaba. La miré a los ojos y le dije: "Creo que se me acaba de partir el corazón". Y ambos empezamos a llorar.
Cuando Susan salió del hospital, comenzó la dura empresa de prepararse para morir. Hubo muchos momentos de intensa tristeza conforme ella mencionaba las cosas que no podría ver, lo que no podría hacer o a los nietos que jamás llegaría a conocer.
Noté algo en el pecho que debió de mostrarse también en mi cara. La miré a los ojos y le dije: "Creo que se me acaba de partir el corazón".
Mi función consiste en ser testigo de su tristeza y ofrecerle consuelo con cariño y amor. Esta función ha sido la base de nuestro amor a lo largo de nuestra relación. Implica ser capaz de confiar en ella y compartir algunos asuntos, incluso aquellos de los que me avergüenzo. En consecuencia, ella ha confiado en mí.
No estoy seguro de que una enfermedad terminal signifique una dinámica sana en todas las relaciones. Es más, sé que no es así. Creo que a ambos se nos está dando tan bien navegar por aguas desconocidas porque nos escuchamos el uno al otro con la suficiente compasión y confianza como para ser completamente sinceros. Nos hemos amado con el corazón abierto y seguimos adelante sin miedo.
La gente me pregunta a menudo cómo estoy y la verdad es que he estado bien desde el principio. Pensé que quizás había activado el modo extremo de supervivencia y me había cerrado a todo, pero no, simplemente seguí adelante con los pies en el suelo para cumplir un propósito y acompañar a Susan en el descubrimiento de estas experiencias llamadas apagarse, enfermedad terminaly muerte.
La gente me ha dicho que sea fuerte. O que sea valiente. La fortaleza es para cuando hace falta energía y resistencia. El valor es para cuando te enfrentas al miedo. Me dio la impresión de que ninguna de esas cualidades eran útiles en mi situación. Fue hace poco cuando descubrí que no es la fortaleza ni la valentía lo que me mantiene en pie día tras día: es el amor. Y supongo que me siento afortunado por que me quiera Susan, una mujer capaz de afrontar su muerte y seguir sonriendo.
Amar a una persona que se está muriendo ya me parece algo normal, como la vida misma. Sin embargo, es normal y anormal a la vez. Es algo normal el hecho de que todo el mundo muere. No es normal tener la muerte enfrente todos los días. He logrado crear un equilibrio entre mi vida con Susan, pasar tiempo con mis hijos, trabajar, inventar cosas y otros placeres sencillos. Me siento afortunado de que lo normal para Susan sea mantenerse positiva, feliz y llena de vida.
Fue hace poco cuando descubrí que no es la fortaleza ni la valentía lo que me mantiene en pie día tras día: es el amor.
Nuestra franqueza en torno a su muerte nos ha permitido sentirnos más unidos, explorar conexiones más profundas y volvernos uno solo con una simple mirada o un beso en los labios. Estamos aprendiendo a avanzar hacia su muerte como todo el mundo debería avanzar en la vida: unido a uno mismo y a sus seres queridos, de forma abierta, honesta, vulnerable, valiente y digna. El diagnóstico de Susan ha acelerado mi propia evolución, haciéndome más consciente de lo que es estar vivo. Me siento muy afortunado por eso.
Los días están frecuentemente salpicados de pequeños momentos de dicha y felicidad. La naturaleza limitada de una enfermedad terminal te ayuda a tomar conciencia de los placeres más sencillos que hay en la vida. Es reconfortante subirnos a una ola de puro encanto, aunque cada cierto tiempo surgen otros sentimientos, algo que a primera vista puede parecer doloroso, pero que en realidad nos brinda la oportunidad de profundizar nuestra unión y aprender más sobre nosotros mismos.
El mes pasado hospitalizaron a Susan y mi resistencia emocional flaqueó. Parte de mí no quiso preocuparla, pensando que podría considerarme una molestia en unos momentos en los que ella estaba lidiando con los dolores. Sin embargo, ella misma me recordó que si no compartía mis preocupaciones con ella, perderíamos nuestro vínculo íntimo. Ambos somos conscientes de que, independientemente de la enfermedad terminal, seguimos estando en una relación, de modo que nuestra intimidad —así como nuestro deseo de comodidad, de afecto físico y de sinceridad— debe seguir igual.
He estado insistiendo en vivir el momento con Susan, en disfrutar los placeres más simples de los días que nos quedan juntos: un café por la mañana, una conversación, una carcajada cuya luz atraviesa cualquier nube... Vivir el presente significa no pensar en el futuro, pero en los ratos en los que he estado solo, trabajando o como padre soltero, sí que me he imaginado el futuro. Me aterraba y me provocaba ansiedad. La ansiedad era como una ola traicionera que me hacía perder el equilibrio y me arrastraba mar adentro.
Cuando murió mi padre, nadie me mencionó que iba a estar bien. Aunque solo tenía 11 años, me dijeron que iba a ser el hombre de la casa. No ha sido sino hasta hace poco cuando por fin he superado ese trauma.
Así pues, me senté con Susan y le conté qué era lo que me preocupaba. Le conté que me preocupaba tomar decisiones equivocadas. Que, sin su presencia, mi ansiedad entorpecería mis decisiones y que me arrepentiría de ellas. Que me preocupaba desmoronarme. Me saltaron las lágrimas. Ella me sostuvo la cara para consolarme y me dijo: "Vas a estar bien. Todo va a ir bien". Y, por primera vez, realmente sentí que iba a ser verdad.
No hay mucho más que ninguno de los dos pueda hacer con respecto a lo que está por venir. Susan puede llenarme con tanto amor como le sea posible para ayudarme a superar un futuro sin ella y yo puedo darle todo mi amor en las próximas semanas para reconfortarla. Pero eso es todo. No puedo morir con ella, no puedo aliviar sus síntomas y ella no puede quedarse conmigo.
Pronto estaré solo, pero estaré bien. Me siento afortunado de amar y ser amado por Susan, aunque sea en estas circunstancias.
Aunque mi corazón esté destrozado, soy un tío afortunado.
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