SANDY HONIG VIA GETTY IMAGES |
He pasado la mayor parte de mi carrera trabajando con personas que sufren enfermedades terminales. Algunos dirán que me ocupo los que se van a morir. La fase final de la vida puede durar días, semanas, meses e incluso varios años. Cada persona es un caso único y cada una de esas personas está viva hasta el final.
Dirijo el Doula Program to Accompany and Comfort (Programa Doula de Acompañamiento y Consuelo), una organización sin ánimo de lucro que forma, selecciona y supervisa a hombres y mujeres para que hagan compañía a una persona que afronta el final de su vida en solitario. Para muchas personas, la relación con los voluntarios es el único contacto constante que les queda conforme su enfermedad va ganando terreno y van cambiando los servicios médicos y sociales. Nuestros voluntarios hacen una visita semanal hasta que la persona fallece. También ofrecemos asesoramiento a hospitales y organizaciones comunitarias nacionales e internacionales.
Lo que he descubierto con este trabajo es la profunda soledad y el aislamiento que sufren tantas personas al final de su vida. Es un aislamiento muchas veces agravado por el temor que sentimos las personas "sanas".
El temor a menudo nos hace mantenernos alejados, dejar de hacer visitas. Estar cerca de alguien que está atravesando esta etapa de su vida nos puede recordar que también nos "podría" pasar a nosotros, de modo que intentamos protegernos de la tristeza y el dolor que sentimos cuando muere otra persona.
Nos puede asaltar la incertidumbre. Nos sentimos inoportunos: "¿Seré capaz de decir 'lo correcto' y no hacer 'lo incorrecto'?". Deseamos que fuera posible evitar la muerte. Solucionarla. Hacerla desaparecer.
Yo no soy diferente. No nací con el manual aprendido.
El temor nos hace alejarnos. Estar cerca de alguien que pasa por el final de su vida nos recuerda que también nos "podría" pasar a nosotros.
Me crie en un hogar en el que la muerte se trataba como un tabú. A las mascotas muertas y moribundas las sacaban de la casa. Cuando moría un familiar, mis padres se marchaban a North Adams (Massachusetts, EE UU). Hasta que no fui adulta, no me enteré de que teníamos ahí un panteón familiar. Más adelante, acabé asistiendo a los funerales, pero nunca me contaban los detalles de la enfermedad que había sufrido el fallecido.
Aprendí de mis padres. Me enseñaron cómo tenía que comportarme y qué tenía que decir cuando alguien moría. También me enseñaron a acabar las conversaciones que iban encaminadas al tema de la muerte.
Recuerdo cuando tuve que practicar con mi abuela. El día que cumplía 83 años, estaba tumbada sobre una cama bien hecha, arreglada y con las manos cruzadas sobre las piernas, como si lo hubiera dispuesto así un enterrador.
"Quiero reunirme con Benjamin", nos dijo en voz baja. Mi abuelo había muerto hacía seis meses. Lo supe porque asistí al funeral.
Recuerdo que mi padre dijo algo así como: "No seas tonta...".
En un intento de animarla, comenté: "Es tu cumpleaños, venga, vamos a divertirnos". Ella accedió a salir del dormitorio y yo lo sentí como una victoria. Había logrado esquivar ese horrible tema.
Ahora desearía haberme sentado a su lado y haberle preguntado por qué lo decía. Haber hablado de frente con ella. ¿Qué habría pasado si le hubiera preguntado qué podía hacer para ayudarla? ¿Qué habría pasado si le hubiera dicho que no sabía qué decir? ¿Qué habría pasado si simplemente hubiera escuchado?
Apuesto a que aun así habríamos acabado cambiando a un tema de conversación alegre.
Llegué a mi empleo actual a través de mi trabajo en hospicios y hospitales. Como trabajadora social clínica, las experiencias humanas que han ido compartiendo conmigo al final de la vida son lo que más me ha marcado.
Con el paso de los años, he tratado de encontrar las palabras adecuadas y la forma correcta de actuar. Mis maestros me han ayudado a afrontar la incomodidad de lo desconocido, a permitir que la conversación fluya y a esforzarme por no cambiar de tema.
La primera persona a la que acompañé en su muerte fue mi madre. Estuve horas a su lado, en algún lugar entre este mundo y el suyo.
No he dejado de aprender, de enseñar y de guiar a los demás para que sepan conocer a una persona en profundidad a medida que avanza su enfermedad. Conocerla cuando valen las palabras. Conocerla cuando ya no hay palabras. Saber hasta dónde llegan nuestras obligaciones cuando queremos arreglar desesperadamente algo que no tiene solución.
La primera persona a la que acompañé en su muerte fue mi madre. Estuve horas a su lado, en algún lugar entre este mundo y el suyo. Un lugar único en el que la respiración parece profunda, pero luego se vuelve escasa. Solo pude acompañarla hasta cierto punto. Su última respiración fue la más profunda de todas. En ese momento sentí que se había "ido". Era una desaparición palpable de su persona, de todo lo que era.
La pregunta es obligatoria: ¿existe vida después de la muerte? He vivido numerosas experiencias desde aquel momento, a medida que los hombres y mujeres que llegaban al final de su vida expresaban la necesidad de "hacer las maletas" y solicitaban mi ayuda. A todas estas personas les aseguré que recibirían toda la ayuda que necesitaran.
En una ocasión, estaba sentada junto a una mujer que no paraba de pensar en un familiar fallecido sin apartar la mirada del techo. Entonces, me dijo que había visto una grieta grande.
Como en todas las etapas de la vida, lo mejor es no dar nada por hecho.
Muchas de las personas a las que he acompañado tenían ganas de hablar, tanto de lo cotidiano como de lo extraordinario. Los temas típicos incluyen el tiempo, la lectura, la tele, la felicidad, la tristeza, las expectativas, el sufrimiento, la muerte y las experiencias de la vida. De vez en cuando, también hablamos de la sepultura y de la vida después de la muerte.
Jean, una incansable aprendiz que había estado estudiando cantonés durante sus últimos meses, señaló que sentía curiosidad por la muerte. Durante nuestra última conversación, me dijo que se preguntaba qué pasaría después de morir, ya que era algo que nunca había hecho.
Conforme progresa una enfermedad, aumenta la pérdida. Necesitamos ayuda para ocuparnos de nosotros mismos, de nuestras necesidades individuales.
Otras personas estaban seguras de ir a reunirse con quienes ya se habían ido. Un hombre al que conocí hace poco comentaba lo "abarrotado" que debía de estar lo de "allá arriba" si todo el mundo mantenía su forma corporal. Llegó a la siguiente conclusión, que acompañó de un suave gesto con la mano: "Debemos de ser briznas para caber todos".
Comentaba cómo se daba cuenta de su debilitamiento progresivo. Me hablaba de las ocasiones en su vida en que había sido egoísta y las ocasiones en que no lo había sido. Hablaba sobre los efectos de ambas actitudes. Cuando me fui, permaneció de pie, agarrándose a su andador. Llevaba al revés los calcetines con suela, con la goma por el empeine. Me invadió la tristeza. Disfruté conversando con él. Lo echaré de menos.
Conforme progresa una enfermedad, aumenta la pérdida. Perdemos la capacidad de hacer cosas como trabajar y jugar. Nuestra dependencia de otras personas aumenta para hacer unas tareas cotidianas que antes nos resultaban sencillas. Necesitamos ayuda para ocuparnos de nosotros mismos, de nuestras necesidades individuales. Perdemos la capacidad de juntarnos con otras personas, conocer gente nueva y estar conectados. Confinados en casa, solo podemos esperar que las otras personas vengan para compartir con nosotros las experiencias de la vida, la experiencia del final de nuestra vida. Ese es el aspecto que tienen estos procesos.
¿De verdad queremos conocerlo en profundidad?
No siempre soy bienvenida en las fiestas. Lo percibo. Se me olvida que no debería hablar de estos temas como si fuera un asunto cotidiano. Suele pasar que la gente se excusa para ir a la barra a por una bebida y raramente regresa para seguir la conversación.
Cuando me pongo a reflexionar sobre qué es para mí la calidad de vida, me parece incuestionable el deseo de aliviar el sufrimiento. También me parece incuestionable el deseo de sentirnos conectados con la gente. Todo lo que necesitamos y deseamos en la vida es que nos conozcan, a cualquier edad y en cualquier etapa de la vida.
Sin embargo, mi trabajo me recuerda constantemente que la vida se compone de momentos simples. Hace varios años, me senté a hablar con un hombre que había perdido el apetito. Me habló de una tarde en la que se tomó un sándwich de salami de Génova, con "una buena mostaza" y "un buen pan". Momentos. Lo cotidiano y lo extraordinario. Eso es lo que parece recordar la gente.
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