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Esta que acaba ha sido una semana complicada para el concepto libertad de expresión en su sentido más amplio. Una condena de tres años y medio a un rapero, el secuestro preventivo de un libro y la retirada de una obra de arte de ARCO. Al mismo tiempo, en el otro lado del espectro, Aragón propone una ley para multar a quien cante el Cara al Sol. Unos y otros están muy contentos de usar el Código Penal contra quien diga cosas que les molesten, bien sean chistes machistas o sobre atentados. En los años ochenta y noventa, cuando la democracia era más joven y estaba más amenazada, había canciones que proponían asesinar a policías, militares o políticos y no pasaba nada.
Los casos presentados son diferentes en su naturaleza y desarrollo. El tercero ha sido una decisión particular de una exposición, sin intervención de autoridad alguna, de la que, además, se han arrepentido después. Casi se puede decir que ha servido de publicidad para unas fotografías que se han vendido después por ochenta mil euros. Que lo que presentase fuera equivocado o hasta provocador es, precisamente, la definición de libertad de expresión y que yo defiendo sin pudor: que tengan el derecho a molestarme, a contarme algo a lo que me opongo con mi dialéctica.
Decir que «se le ha condenado por rapear» es tan preciso como afirmar que al Unabomber se le detuvo por enviar paquetes por correo
El segundo ya entra en el ámbito judicial. Aquí hay que entender las fases del proceso judicial y, por tanto, la diferencia entre medidas cautelares y ejecuciones de sentencia. En resumen, hay dos jueces diferentes; uno realiza la investigación y otro —u otros— juzgan. El primero es quien ordena realizar actos de validez temporal para evitar dañar la resolución de la causa. En este caso, la prohibición hasta que haya sentencia de la venta de un libro, con la peculiaridad de que, para ser efectiva, el demandante debe depositar diez mil euros para compensar al demandado si al final la sentencia fuera favorable a éste. Además, siendo un libro que ya llevaba diez ediciones colocadas en el mercado, el alcance de la medida va a resultar, como poco, escaso.
El caso del rapero Valtonyc es ya una sentencia firme. Después de la investigación ha habido un juicio, que perdió, y recursos hasta llegar al Tribunal Supremo, que ha avalado la condena de tres años y medio. El reo compuso y cantó sus canciones vulnerando varios artículos del Código Penal que ya existían cuando realizó sus acciones. No se han incluido después. Decir que «se le ha condenado por rapear» es tan preciso como afirmar que al Unabomber se le detuvo por enviar paquetes por correo.
La duda debe ser otra: ¿deberían estar esos artículos en el Código Penal? ¿Debería llevarse a la cárcel a quien «se alegre» de desgracias ajenas? ¿Dónde está el límite de la ofensa? ¿Es la vía penal la más correcta para estos comportamientos?
Me sorprenden mucho las críticas que oigo entre los partidos políticos de uno u otro signo, que defienden la libertad de expresión solo cuando lo que se ha dicho no les molesta a ellos. No hay una derecha ni una izquierda —al menos no se la ve— que diga «creemos en la libertad de expresión y vamos a derogar los artículos que la limitan». No. Cada uno busca permitir lo que no le ofende, pero intenta endurecer la persecución de lo contrario. Sobre los exaltados de siempre en las redes sociales, mejor ni hablar.
¿Cuál es mi opinión? No es lo mismo decir «ojalá te mate alguien» que «voy a intentar matarte». Del mismo modo, no es lo mismo insultar a una persona a la cara que hacerlo con un comentario en Internet que tal vez lea o tal vez no. Lo que sí tengo claro es que la persecución o falta de ella debe ser igual para todos los comportamientos análogos y, si se empieza a prohibir, es muy difícil decidir dónde está el límite.
¿Se prohíben cantos totalitarios? ¿Eso afecta a la Internacional tanto como al Cara al Sol? ¿Es totalitario el canto gregoriano, porque procede de una época en que no había democracia? La mayoría de himnos de países del mundo son muy belicosos, ¿también los prohibimos? A la hora de ofender con los comentarios a un ciudadano, ¿depende de lo susceptible que sea? A algunos les daña que les llamen feos y a otros puedes decirle la mayor de las ignominias sin que se inmuten. Si vamos a limitar, ¿cómo lo medimos? ¿Se podría hablar en condiciones normales con tanto freno?
Las leyes se cambian en los parlamentos y, mientras sigan vigentes, con independencia de lo que nos parezcan, deben ser cumplidas. Quien no lo haga, se arriesga al reproche judicial.
Internet y, en particular, las redes sociales tienen un efecto magnificador que hasta hace poco era desconocido y que hay que tener en cuenta. Acusar a alguien de una mentira, llamarlo ladrón o violador, por falso que sea, puede repercutir no ya solo en su honor, sino en sus desarrollo profesional y personal. Una vez que el daño se ha causado —suficientes personas han creído la mentira—, el esfuerzo para deshacerlo es gigantesco y, a menudo, imposible de lograr. Estas injurias y calumnias también deberían ser perseguidas, en especial las que han tenido éxito. Llamar a alguien gordo, feo o decir que escribe muy mal, por el contrario, no merecerían ningún reproche.
Por último queda un hecho de muy difícil tipificación, las jaurías de acosadores. Son esos grupos de una ideología concreta que, ante una opinión que les violenta, actúan contra su emisor bombardeándolo con tal cantidad de mensajes que le resulta imposible interactuar en la red social concreta, al estar saturado de ataques personales. Muchos de estos ataques no son coordinados ni tienen la intención que al final consiguen, sino que ocurren por la exposición pública, bien ocasional, bien continua, de su emisor. ¿Entrarían en el tipo penal de coacciones —impedir a otro hacer lo que la ley no prohíbe, en este caso, usar Twitter o Facebook—?
No olvidemos que las leyes se cambian en los parlamentos y, mientras sigan vigentes, con independencia de lo que nos parezcan, deben ser cumplidas. Quien no lo haga, se arriesga al reproche judicial.
En resumen, nos ofendemos con demasiada facilidad y exigimos duras condenas por hablar cuando nos molesta pero cuando ese comportamiento es hacia quien nos desagrada, entonces enarbolamos el sacrosanto derecho a la libertad de expresión. Reflexionemos. Pongámonos en el lugar del otro y en cómo nos sentiríamos. Y, después, defendamos el derecho a molestar. A oír lo que no nos gusta sin liarnos a mamporros o acudir al juzgado más cercano. Igual nos iría mejor.
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