El Guggenheim de Bilbao examina la resistencia artística a la ocupación nazi de París en una de las grandes exposiciones de la temporada. Entre las 500 obras hay varias de Picasso, Dalí y Miró.
JUAN BOSCO DÍAZ-URMENETA
Un valiente ejercicio de memoria. Eso es esta exposición. Recorre los años de la ocupación nazi de Francia y del llamado Estado francés, el régimen de Pétain en Vichy, satélite de Hitler. La muestra comienza antes: en la exposición surrealista de 1938 (reiterando la instalación ideada por Duchamp: sacos llenos de carbón en polvo colgados del techo) que presagiaba cuanto iba a ocurrir en Europa, después de que Francia e Inglaterra cedieran en Múnich a la ocupación alemana de Checoslovaquia. Pasa enseguida a mostrar obras que diversos artistas hicieron en los campos de internamiento: proyectados para los españoles que marcharon a Francia huyendo del franquismo, en ellos se recluyó, al comenzar la guerra mundial, a artistas como Wols, Bellmer o Ernst, alemanes de origen, y poco después, tras el armisticio, los nazis, ampliando su red, los convirtieron en campos de concentración. En uno de ellos murió el poeta Max Jacob y de cuanto allí sucedía dejaron constancia artistas judíos, como Charlotte Salomon o Felix Nussbaum, muertos después en campos de exterminio adonde fueron trasladados.
Mientras, en París y en Vichy, no faltaban los colaboracionistas. Pétain, que había sustituido el lema republicano, Libertad, Igualdad y Fraternidad, por el de Patria, Familia y Trabajo, alentaba un arte basado en un rígido clasicismo, de ecos viriles y heroicos, cercano al del escultor favorito de Hitler, Arno Breker, cuya visita a París fue saludada con entusiasmo por Jean Cocteau. Más triste aún fue la visita a Alemania, impulsada por la propaganda nazi, de un selecto grupo de artistas franceses del que formaron parte Derain, Van Dongen y Vlaminck.
Vlaminck, en esos años de ocupación, dirigió un feroz ataque a Picasso. Después de decir que tenía "rostro de fraile con ojos de inquisidor", afirmaba que "había arrastrado a la pintura francesa al más feroz estancamiento", llevándola "desde 1900 a 1930 a la negación, la impotencia y la muerte". Picasso no había querido huir. Solicitó la nacionalidad francesa y cuando se la negaron permaneció en su taller pintando ("No, la pintura no está hecha para decorar pisos. Es un instrumento de guerra") aunque se le había prohibido exponer. La exposición le dedica un apartado exclusivo porque su figura era una referencia para jóvenes autores que con toda intención abusaban en sus cuadros del rojo, el blanco y el azul como muda protesta contra la ocupación.
Otros artistas permanecieron en parecido exilio interior: Matisse lamenta y critica la situación en las cartas que escribe a su hijo Pierre (que vivía en Estados Unidos), Arp (oculto con su mujer Sophie Taeuber por Magnelli) publica sus poemas y se niega a hablar en alsaciano por ser el idioma de los ocupantes, Bonnard se refugia en el trabajo, viviendo modestamente en Le Cannet, y Paul Eluard vive clandestinamente protegido por simpatizantes de la Resistencia.
Hay dos personalidades a los que la muestra dedica especial atención. Joseph Steib era un funcionario alsaciano que utilizó la cocina de su casa para pintar cuadros, parecidos a exvotos populares, con duras críticas al nazismo. Los conservó, pese al riesgo que entrañaban, se expusieron al terminar la guerra y ahora han sido pacientemente restaurados. La actividad de Jeanne Bucher, también alsaciana, fue más pública: en su galería, discretamente situada en un primer piso de París, expuso reiteradamente arte degenerado. Obras de Kandisnky y Klee, Stäel, Bores y María Elena Vieira da Silva, y de un Motherwell muy joven. Algunas pueden verse en esta muestra como recuerdo de la audacia de la singular galerista.
Como resumen de aquellos años violentos, la muestra dedica un espacio relativamente amplio a Fautrier: su serie Rehenes, conmovió en 1945 a la Francia liberada. Durante los años de la guerra, su escondite, un centro psiquiátrico, estaba muy próximo a un bosque, donde la Gestapo torturaba y ejecutaba. Sus cuadros no representan el desastre sino que lo sacan a la luz mediante la acumulación de materia que no llega a adquirir forma. Sus cuadros, se dice, son el inicio del informalismo pero ante todo, testifican que ante el horror sólo cabe el silencio.
Los años sucesivos, hasta 1947 que marca el final de la exposición, acumulan documentos en torno a la liberación, espléndidas obras de Matisse y Miró, obras informalistas de Hartung, Soulages, Wols, duros trabajos de Dubuffet y una escultura de Villeglé (más tarde convertirá en arte el cartel arrancado) hecha con alambres, tal vez un símbolo de la ocupación. Casi como epílogo, Giacometti: de la madurez alcanzada en 1947 dan testimonio sus obras expuestas en una cuidada vitrina, mientras una de ellas, La Nariz, cierra la muestra en la gran balconada desde la que parece mirar las grandes esculturas de Richard Serra.
Mientras, en París y en Vichy, no faltaban los colaboracionistas. Pétain, que había sustituido el lema republicano, Libertad, Igualdad y Fraternidad, por el de Patria, Familia y Trabajo, alentaba un arte basado en un rígido clasicismo, de ecos viriles y heroicos, cercano al del escultor favorito de Hitler, Arno Breker, cuya visita a París fue saludada con entusiasmo por Jean Cocteau. Más triste aún fue la visita a Alemania, impulsada por la propaganda nazi, de un selecto grupo de artistas franceses del que formaron parte Derain, Van Dongen y Vlaminck.
Vlaminck, en esos años de ocupación, dirigió un feroz ataque a Picasso. Después de decir que tenía "rostro de fraile con ojos de inquisidor", afirmaba que "había arrastrado a la pintura francesa al más feroz estancamiento", llevándola "desde 1900 a 1930 a la negación, la impotencia y la muerte". Picasso no había querido huir. Solicitó la nacionalidad francesa y cuando se la negaron permaneció en su taller pintando ("No, la pintura no está hecha para decorar pisos. Es un instrumento de guerra") aunque se le había prohibido exponer. La exposición le dedica un apartado exclusivo porque su figura era una referencia para jóvenes autores que con toda intención abusaban en sus cuadros del rojo, el blanco y el azul como muda protesta contra la ocupación.
Otros artistas permanecieron en parecido exilio interior: Matisse lamenta y critica la situación en las cartas que escribe a su hijo Pierre (que vivía en Estados Unidos), Arp (oculto con su mujer Sophie Taeuber por Magnelli) publica sus poemas y se niega a hablar en alsaciano por ser el idioma de los ocupantes, Bonnard se refugia en el trabajo, viviendo modestamente en Le Cannet, y Paul Eluard vive clandestinamente protegido por simpatizantes de la Resistencia.
Hay dos personalidades a los que la muestra dedica especial atención. Joseph Steib era un funcionario alsaciano que utilizó la cocina de su casa para pintar cuadros, parecidos a exvotos populares, con duras críticas al nazismo. Los conservó, pese al riesgo que entrañaban, se expusieron al terminar la guerra y ahora han sido pacientemente restaurados. La actividad de Jeanne Bucher, también alsaciana, fue más pública: en su galería, discretamente situada en un primer piso de París, expuso reiteradamente arte degenerado. Obras de Kandisnky y Klee, Stäel, Bores y María Elena Vieira da Silva, y de un Motherwell muy joven. Algunas pueden verse en esta muestra como recuerdo de la audacia de la singular galerista.
Como resumen de aquellos años violentos, la muestra dedica un espacio relativamente amplio a Fautrier: su serie Rehenes, conmovió en 1945 a la Francia liberada. Durante los años de la guerra, su escondite, un centro psiquiátrico, estaba muy próximo a un bosque, donde la Gestapo torturaba y ejecutaba. Sus cuadros no representan el desastre sino que lo sacan a la luz mediante la acumulación de materia que no llega a adquirir forma. Sus cuadros, se dice, son el inicio del informalismo pero ante todo, testifican que ante el horror sólo cabe el silencio.
Los años sucesivos, hasta 1947 que marca el final de la exposición, acumulan documentos en torno a la liberación, espléndidas obras de Matisse y Miró, obras informalistas de Hartung, Soulages, Wols, duros trabajos de Dubuffet y una escultura de Villeglé (más tarde convertirá en arte el cartel arrancado) hecha con alambres, tal vez un símbolo de la ocupación. Casi como epílogo, Giacometti: de la madurez alcanzada en 1947 dan testimonio sus obras expuestas en una cuidada vitrina, mientras una de ellas, La Nariz, cierra la muestra en la gran balconada desde la que parece mirar las grandes esculturas de Richard Serra.
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