Jubilado de la docencia
Foto: Getty Images. |
El otro día, mientras mi mujer me lavaba los pies con esmero y sensibilidad, en una escena con fuertes resonancias bíblicas, me preguntaba qué había hecho yo para merecer eso, quién era yo para merecer tal dedicación y dignidad («Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?»). Los enfermos crónicos, las personas dependientes, discapacitadas, parecemos situarnos en el centro del escenario, mientras que en un segundo plano, ocultos entre bastidores y tramoya se encuentran los cuidadores. Cuidadoras, para ser más exacto con la realidad.
Recordé también aquel poema de Bertolt Brecht: "Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles." Se puede trasladar casi literalmente al mundo del cuidado. Ser cuidadora (deseo utilizar el femenino en honor a la contribución que la mujer ha hecho y hace en este campo, lo que no supone ignorar la participación no menos complicadas y valiosas de algunos varones) puede ser enormemente duro. Es fácil que el enfermo crónico se vuelva egoísta, a menudo sin darse cuenta de ello, concentrando en las rutinas de su pequeño mundo, acaparador, exigente, agresivo incluso. O no, o simplemente su propia realidad es la que exige esa atención, ese estar permanentemente encima, esa necesidad de convertirlo en el centro de atención.
Es evidente, esta dedicación tiene un coste personal muy importante de tiempo, esfuerzo, tensión, socialización, de equilibrio psíquico y no podemos condenar sin más a quien no aguanta hasta el final, por eso hay hombres y mujeres que hacen ese esfuerzo con voluntad, con deseo, con cariño un día, una semana, un mes... y son buenos. Hay otros que aguantan un año y son mejores. Hay quienes duran muchos años y son muy buenos, y luego están los que lo hacen toda la vida, esas son las personas imprescindibles.
Las mejores de entre las personas cuidadoras fueron ganadas para el enfermo pero, de alguna manera, las perdió la sociedad.
Esa entrega sin medida tiene un claro coste personal, pero también lo tiene social, en la medida en que supone una poca o mucha anulación social de la cuidadora. He leído hace muy poquito el libro El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl, psiquiatra, en el que narra su experiecia en los campos de concentracion. Reflexionaba sobre todo esto al leerlo y en especial en un pasaje en el que dice que "los mejores de entre nosotros no regresaron de los campos", fueron aquellos que murieron allí a causa de su sentido de la vida, murieron por solidaridad, por defender a un compañero, por ocupar el lugar de otro, por negarse a cumplir una orden... Sobrevivieron aquellos que se endurecieron, los que perdieron los escrúpulos, los que utilizaron cualquier medio con tal de salvarse.
Del mismo modo, las mejores de entre las personas cuidadoras fueron ganadas para el enfermo pero, de alguna manera, las perdió la sociedad. Esos esfuerzos sin medida no son compatibles con la vida pública y, a menudo, tampoco lo son con la vida laboral. Las mejores personas se encuentran concentradas en las grandes causas pequeñas, hablan poco y hacen mucho, representan el silencio en una sociedad en la que la saturación de palabras hace que estas pierdan su sentido, pueden permanecer ocultas pero serán las imprescindibles en una sociedad nueva. Es el sufrimiento su cauce para encontrarle el sentido a la vida, no por el sufrimento en sí mismo sino por la actitud ante él. Y es en esa actitud donde, paradójicamente, podemos encontrar cierta felicidad.
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