Arquitecto y urbanista
Barcelona (Foto: Getty Images). |
Siento miedo por la pesadilla de la enfermedad del Alzhéimer y respeto por las personas que lo padecen, como Pascual Maragall, el alcalde de Barcelona, cuyo ejemplo de lucha contra esta lacra degenerativa ha sido tan grande. Tal vez influya que, - después de su etapa como responsable de una de las ciudades más emblemáticas del mundo -, la ciudad destaque también sobre todas al impregnar de esperanzas de cambio la trayectoria reciente de las ciudades como referente global. Ha ayudado principalmente, además, la lucha familiar y colectiva de los familiares de los enfermos de Alzhéimer, las infatigables fundaciones de apoyo y los investigadores que no cejan en la lucha por sanar la desmemoria inducida por esta enfermedad, desconocida hasta 1901. A todos ellos va dedicado este artículo.
Trasladar a las ciudades un supuesto "efecto Alzhéimer" solo se puede hacer con sensibilidad; únicamente desde el respeto a la enfermedad y a las metáforas, porque las analogías urbanas, - como la rehabilitación arquitectónica -, no lo admiten todo. Es sabido que la ciudad tiene un cierto metabolismo urbano, que no necesariamente se puede calificar con propiedad como un ecosistema, pero sí que realiza funciones asociadas al intercambio de materia, energía e información, con serios impactos sobre la biosfera y la huella ecológica de nuestras ciudades.
Por los catastrofistas o pesimistas de la ciudad, será bien acogida la idea de la dolencia incurable, porque se trata de una enfermedad neurodegenerativa que se produce por células terminales y la atrofia de diferentes zonas del cerebro; pero las ciudades carecen de cerebro, por mucho que el mito de las "smart cities" haya tenido tan inmejorable proyección. Las ciudades tampoco son pacientes terminales: pueden no tener cura, pero se mantienen vivas. Los alcaldes que juegan en la liga de las grandes corporaciones tecnológicas pujan, optimistas, con objeto de producir soluciones tecnológicas al consumo de energía, a pesar de seguir orillando el problema subyacente de la inteligencia social que hoy tanto nos falta. Lo que si se pueden atorar son las estrategias urbanas desde los gobiernos locales cuando estos confían tanto en las Tecnologías de Información y Conocimiento, las TICs, que son el "bálsamo de fierabrás" y la motivación de tantos compromisos y compromisarios con las multinacionales de telecomunicaciones y energía.
Si el efecto degenerativo del Alzhéimer, en su vertiente urbana, se instala en los desmemoriados alcaldes neoliberales, es casi seguro que los ciudadanos tendremos una vida peor y más pobre.
Volviendo a nuestra analogía, es un hecho que la fatiga, el estrés, que se manifiesta como deterioro cognitivo y trastornos conductuales tiene referencias clínicas en los trastornos que se producen en las ciudades. Por eso, a nivel de teoría urbanística, algunas de estas metáforas tienen éxito. Es conocido el de La ciudad collage libro conjunto de Colin Rowe y Fred Koetter que, en los años sesenta, intentaba explicar una evolución urbana no siempre comprensible, mediante la metáfora textil del "collage", la superposición de tramas y las suturas de tejidos o las amalgamas de recortes de suelos agrupados de manera más o menos racional o caótica. Los urbanistas hablábamos como sastres y hasta más entrado el siglo XXI no se extendió por Jaime Lerner la noción, - más de medicina alternativa que quirúrgica -, de la "acupuntura urbana".
Muchas veces, la ciudad contemporánea se caracteriza por su forma de perder la memoria inmediata a costa de destruir su patrimonio y postergar las otras capacidades mentales para construir un nuevo patrimonio a las generaciones venideras. Como en lo que antes se denominaba "demencia senil", el síntoma inicial es la inhabilidad de adquirir nuevos recuerdos, es decir, de conseguir espacios que sean su representación simbólica en el futuro, como lo fueron en la ciudad histórica. Pero esta incapacidad de producir espacios públicos bellos y confortables suele confundirse con actitudes relacionadas con la vejez o el estrés o dejarse al albur de su centros monumentales, no de los nuevos desarrollos del espacio público. En eso sí se parece a los "efectos del Alzhéimer", ya que la pérdida de las capacidades cognitivas superiores se incrementa, a medida que mueren las células nerviosas (neuronas) y se atrofian diferentes zonas del cerebro central. El ejemplo que podemos encontrar en la ciudad neoliberal es que determinadas zonas se gentrifican, se enquistan, se segregan y se excluyen de la vida normal de la ciudad como zonas pobres, aisladas e incomunicadas, o bolsas de marginación donde ya no se pueden construir recuerdos del porvenir.
El neocapitalismo actúa en la biosfera como todo sistema abierto, intercambiando sustancias y disipando energía. De este intercambio de flujos y deshechos depende la capacidad reproductiva y de transformación del subsistema, por lo que es tan importante el sistema como el medio, el consumo de materias primas que acaban por conformar la construcción de nuevos paradigmas y símbolos sociales. La concentración de complejidad y energía es lo que constituye la razón final de la sostenibilidad del sistema de ciudades; su degeneración se puede producir por súbitas catástrofes, como los terremotos y riadas, o por la callada atrofia de sus órganos vitales, las feas periferias, los proyectos sin concluir, la soberbia desmemoria histórica; o, en suma, la falta de respeto por la naturaleza de las magnitudes de los flujos de capital suicida generados en las ciudades para beneficio de los financieros, las empresas de capital-riesgo y el anónimo saqueo mental de la ciudadanía.
Si el efecto degenerativo que pueda tener el Alzhéimer, en su vertiente urbana, se instala en los desmemoriados alcaldes neoliberales, es casi seguro que los ciudadanos tendremos una vida peor y más pobre. Los enfermos y cuidadores de esta lacra de salud tienen mucho que enseñarnos, tanto para investigar las causas de la decadencia, como la necrosis de algunas zonas urbanas antes de que se vuelvan incurables.
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